Monday, May 23, 2011

Un problema inesperado (Michelle Celmer) Harlequin Deseo.[Serie Ricos Y Millonarios]



Un problema inesperado (27.12.2006)
Título Original: The Millionaire’s Pregnant Mistress (2006)
Serie: 3º Ricos y solitarios
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Deseo 1495
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Ben Adams y Tess MacDonald
Argumento:
Una noche le había cambiado la vida para siempre…
Aquella sola noche de pasión le había afectado tanto, que Tess MacDonald había huido para escapar del irresistible desconocido que le había hecho el amor. Pero había cosas de las que nadie podía huir, por eso Tess decidió volver a decirle a aquel hombre que estaba a punto de ser padre…
Tess no sabía qué esperar de Ben Adams, pero desde luego no imaginaba que el millonario le pidiera que se quedara en su increíble mansión hasta que naciera el bebé. Y mucho menos que desearía que aquella noche inolvidable durara toda la vida…


Capítulo Uno
En sus veinticuatro años de vida Tess MacDonald había cometido unos cuantos errores, pero aquél superaba a los anteriores con creces. Tanto decirse que a ella no le pasaría como a su madre… para al final haber caído en lo mismo que ella. Quizá fuera su sino, o simplemente mala suerte.
Levantó la vista hacia la fachada de mármol y granito del enorme caserón que se alzaba frente a ella, e inspiró profundamente antes de subir los escalones de la entrada. «Vamos; has venido hasta aquí. Ahora no puedes echarte atrás», se dijo obligándose a llamar al timbre.
Sin embargo los segundos pasaron y estaba ya a punto de girarse sobre los talones y marcharse cuando la puerta se abrió.
Había esperado que fuera una criada o un mayordomo quien le abriera, pero fue al propio Ben a quien se encontró ante ella.
Tenía el mismo aire misterioso y fascinante que la noche en que se habían conocido en aquel bar. Había sentido una mirada fija en ella, y al alzar la vista sus ojos se habían encontrado. Entonces él se había levantado, había ido hasta la barra, donde ella estaba sentada, y sin decir una palabra le había tendido la mano en una muda invitación.
Ella la había tomado y la había conducido a la pista de baile, donde la había atraído hacia sí, rodeándole la cintura con los brazos, había inclinado la cabeza, y la había besado.
Claro que había besos… y besos. Aquel beso la había hecho sentirse como si fuesen dos piezas de un puzzle que encajasen a la perfección. Se le habían puesto las piernas temblorosas y hasta se había olvidado por un instante de respirar.
En ese instante había sabido que pasaría la noche con él si se lo pidiera. Ni siquiera había sido una decisión consciente; algo en su interior le había dicho que aquello era casi algo predestinado a ocurrir.
Y desde el principio había sabido que aquello sería sólo algo de una noche. Él se lo había dejado muy claro con el «no busco una relación» que había murmurado entre beso y beso en el ascensor, camino de su habitación. De hecho no había esperado volver a verlo. Ya juzgar por la expresión en su rostro, parecía que él tampoco.
Sabía que debería decir algo, pero era como si sus labios se negasen a cooperar, y simplemente se quedó allí mirándolo como una tonta, preguntándose si sabría quién era; si la recordaría siquiera.
Si la recordaba quizá estuviese preguntándose cómo había logrado averiguar dónde vivía.
Nunca había leído la prensa del corazón, así que habían pasado varias semanas después de aquella noche antes de que se enterase por sus compañeras de trabajo de quién era.
Ben Adams se cruzó de brazos, apoyó un hombro en el marco de la puerta, y la miró de arriba abajo.
—Y yo que creía que te habían abducido los extra-terrestres… —murmuró finalmente con esa voz aterciopelada que la había cautivado aquella noche en el bar.
Parecía que después de todo sí se acordaba de ella, aunque el tono que había empleado le hizo gracia. ¿No iría a fingir que estaba molesto por que se hubiese marchado cuando se había dormido? Quedarse a pasar la noche con él únicamente habría retrasado lo inevitable, que a la mañana siguiente la despidiese con la típica frasecita de «me ha encantado conocerte; espero que todo te vaya bien» que reservaban para esas ocasiones los hombres como él.
—Tú mismo dijiste que no estabas interesado en iniciar una relación —le recordó.
Ben entornó los ojos.
—Y sigo sin estarlo.
—Sólo he venido para que hablemos. ¿Puedo pasar?
Él pareció vacilar un instante, pero luego se hizo a un lado y sostuvo la puerta para que entrara.
Las suelas de goma de los zapatos de Tess chirriaron cuando pisó el suelo de mármol del amplio vestíbulo, y su visión tardó un momento en hacerse a la penumbra que reinaba en el interior de la vivienda.
El ruido de la puerta al cerrarse tras ella resonó en la sala, haciéndole dar un respingo, y cuando se giró vio a Ben allí de pie, los brazos cruzados de nuevo y su rostro oculto en sombras.
El aire que tenía de héroe romántico del siglo XIX era en parte lo que la había atraído aquella noche. Sabía que los hombres callados y misteriosos sólo traían problemas, pero no había podido resistirse.
Además, en el bar se había mostrado reservado y algo brusco, pero bajo las sábanas había resultado ser el hombre más excitante, atento, e imaginativo que Tess había conocido jamás. La había hecho sentirse tan viva…
Lo que Ben no sabía era que le había hecho un regalo aquella noche, algo que siempre había ansiado. Por primera vez su vida tenía un propósito y ya nunca más estaría sola. El momento no podía haber sido peor y por supuesto estaba un poco asustada porque aquello lo cambiaría todo, pero se sentía feliz.
En un primer momento había considerado la posibilidad de no decirle nada. Al fin y al cabo sería difícil que se enterase porque los círculos en que se movían eran muy distintos. Además, después de enterarse de la tragedia que había sufrido el año anterior había pensado que sería mejor ocultárselo, pero finalmente se había rendido a la evidencia de que no podía hacer frente a aquello ella sola.
Necesitaba su ayuda, y puesto que no había una forma suave de darle la noticia decidió que lo mejor sería no andarse con rodeos.
Inspiró profundamente, alzó la barbilla, y le dijo:
—Creía que deberías saber que estoy embarazada y que tú eres el padre.
Aquellas palabras dejaron a Ben sin aliento, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Durante meses había considerado volver a aquel bar con la esperanza de encontrarla de nuevo allí porque esa noche con ella había hecho que algo cambiase dentro de él. Se había sentido vivo de nuevo.
Aquello sin embargo no se lo había esperado. Esa noche ella había actuado como si no supiera quién era, pero en ese momento Ben tuvo la impresión de que le había tendido una trampa y había caído en ella. ¿Cómo podía haber sido tan idiota?
Lo cierto era que sabía muy bien cuál era la razón por la cual se había dejado engañar tan fácilmente. Había sido la primera mujer con la que había sentido que había conectado después del fatídico accidente; la única que le había hecho olvidar el dolor durante unas horas.
Hasta ese momento había estado convencido de que su capacidad de sentir había muerto con su esposa y su hijo, pero esa noche le había hecho pensar que quizá no fuera así.
¡Y pensar que aquella joven le había parecido dulce e inocente…! ¡Qué ironía!
No debería haber salido esa noche, pero la idea de pasar las Navidades solo lo había empujado a reservar una habitación en aquel hotel. Debería haberse imaginado lo que aquella chica había estado tramando cuando se despertó a la mañana siguiente y ella ya no estaba.
Se preguntó a cuántos hombres más habría engatusado en aquel bar, a cuántos más habría utilizado, y por qué lo habría escogido a él. ¿Porque era vulnerable… o quizá por su dinero?
—No me dijiste que trabajabas en el hotel —le dijo.
La verdad era que apenas le había contado nada acerca de ella, aunque tampoco él le había preguntado. Esa noche no había buscado conversación, sino sólo un cuerpo cálido y suave que lo ayudara a olvidarse de todo por unas horas. Había sido para él algo así como un regalo de Navidad que se había hecho a sí mismo, pero no había esperado encontrarse de pronto deseando algo más que una noche de pasión… del mismo modo que no había esperado encontrarse solo al despertar.
—Bueno, no pasamos juntos tanto tiempo como para conocernos a ese nivel —le contestó ella alzando la barbilla.
—Pues yo diría que nos conocimos a un nivel muy… íntimo.
Las mejillas de la joven se sonrojaron ligeramente, y Ben se dijo que le habría parecido encantador si no estuviese seguro de que ese azoramiento era fingido.
—Quizá no lo recuerdes, pero usamos preservativos —le dijo, esperando que le contestase algo tan creativo como que alguno debía de haberse roto.
—Créeme, a mí esto me ha sorprendido tanto como a ti, y desde luego no es algo que hubiese planeado.
—Está bien; digamos que ese niño de verdad fuera mío —concedió Ben—. ¿Qué quieres de mí?
Como si no lo supiera. Probablemente tendría una larga lista de exigencias. ¿Esperaría que se casase con ella, para convertirse en la señora Adams y vivir en una gran casa?, ¿o quizá querría que la ayudase a convertirse en actriz? No sería la primera.
La joven bajó la vista al suelo, con un aire de humildad que lo dejó pasmado. Desde luego se merecía un Osear.
—Necesito que me ayudes. Creía que podría con esto yo sola, pero entre los gastos médicos y todas las cosas que el bebé necesitará…
Justo lo que había imaginado.
—Quiero una prueba de paternidad —la interrumpió—. Antes de darte un solo centavo necesito saber si ese bebé de verdad es mío.
Tess asintió, aliviada de que no fuera a hacerle suplicar.
—Lo suponía, así que ya he hablado con mi ginecóloga de ello. Me ha dicho que puede hacerla la semana que viene, cuando vaya a hacerme la primera ecografía.
—Bien. Entonces te pondré en contacto con mi abogado.
—Si quieres puedes venir —le dijo Tess, pensando que ofrecerle la posibilidad era lo menos que podía hacer.
Al fin y al cabo el bebé era tan suyo como de ella. Quizá incluso pudieran ser amigos, y que él fuese a ver al niño de vez en cuando.
—¿Ir adonde? —inquirió él.
—Pues a mi cita con la ginecóloga… ya sabes, para ver al bebé en la ecografía.
El rostro de él se ensombreció de repente, y antes de que Tess pudiera reaccionar, dio un paso hacia ella con los ojos relampagueándole de ira.
—Vamos a dejar algo claro —le dijo—. Si de verdad ese niño es mío me ocuparé de que no le falte de nada, pero no voy a formar parte de su vida.
Tess dio un paso atrás y su espalda dio contra la puerta al tiempo que él daba otro paso hacia ella, acorralándola. Si estaba tratando de intimidarla estaba funcionando. Y era obvio que él lo sabía.
—¿Por qué estás tan nerviosa? —le preguntó apoyando las manos en la madera, a ambos lados de su cabeza—. Aquella noche no pareció que mi proximidad te incomodara en la cama… de hecho me dio la impresión de que disfrutaste bastante.
Tess alzó la barbilla y lo miró irritada, decidida a no dejarse acobardar. Aun así no pudo evitar admirarse de lo atractivas que eran sus facciones al tener su rostro tan cerca.
Claro que no podría haber sido de otro modo siendo como eran sus padres dos actores guapísimos.
Y para colmo también tenía un físico increíble y olía de maravilla. No había olvidado el olor de su colonia, ni ese calor tan masculino que parecía irradiar.
Dios, ¿estaba excitándose con esas tonterías del prototipo de hombre que exudaba virilidad por los cuatro costados? Debía de ser culpa del embarazo, que tenía revolucionadas a sus hormonas.
Después de aquella noche se había jurado a sí misma que nunca volvería a dejarse seducir por ningún otro hombre como él en lo que le quedara de vida. Se buscaría a un hombre tranquilo y aburrido, nada de tipos misteriosos y excitantes.
—Debes de tener un concepto muy elevado de ti mismo si crees que quiero tener una relación contigo —le espetó clavándole repetidamente el índice en el pecho—. Échame la culpa si eso te hace sentir mejor, pero esto es tanto responsabilidad tuya como mía. No he concebido yo sola a este bebé, y si no recuerdo mal, yo diría que tú también disfrutaste bastante. Por no mencionar que fuiste tú quien se puso los preservativos. ¿Cómo sé que no rompiste alguno a propósito? A lo mejor es que eres un tipo retorcido al que le produce placer ir dejando embarazadas a las mujeres con las que se acuesta. Tal vez incluso tienes un montón de hijos ilegítimos por ahí.
La expresión irritada de él se transformó de pronto, como si sus palabras lo hubiesen… herido. ¿Sería posible que después de todo tuviese sentimientos?, se preguntó Tess.
Ben dejó caer las manos y dio un paso atrás con gesto sombrío. Parecía tan triste que Tess sintió una punzada de culpabilidad por haber sido tan brusca.
—Será mejor que te quites la chaqueta y te pongas cómoda —le dijo—. Tenemos mucho de qué hablar.
Ben se sentó a su mesa y rasgó con un abrecartas el sobre que su abogado le había mandado a través de un servicio de mensajería. Con expresión seria leyó los resultados de la prueba de paternidad que Tess se había hecho la semana anterior. Las heridas que habían comenzado a cicatrizar en su alma tras la muerte de su esposa y su hijo volvieron a abrirse en ese momento, y el dolor le revolvió las entrañas. La joven había dicho la verdad; el bebé era suyo.
Si hubiera convencido a Jeanette para que no hiciera aquel viaje a Tahoe su hijo y ella aún seguirían con vida. Incluso el médico le había dicho que en su avanzado estado de gestación no debía volar, y él debería haber insistido para que cancelara ese viaje, pero cuando a Jeanette se le metía algo en la cabeza era difícil sacárselo.
Nunca se perdonaría aquello, pero precisamente por eso se ocuparía de que a aquel bebé no le faltase de nada. Lo haría por ese hijo que no había llegado a nacer.
—Por la expresión de su rostro imagino que no son los resultados que esperaba.
Ben alzó la vista y se encontró con Mildred Smith, su ama de llaves, observándolo de pie desde la puerta de su despacho. Habría despedido a cualquier otro empleado por entrometerse de esa manera en sus asuntos, pero la señora Smith llevaba trabajando para su familia desde que él había nacido.
Por eso la había contratado cuando sus padres se habían ido a vivir a Europa tres años atrás.
La señora Smith había estado a su lado durante los terribles meses después del accidente de avión que había quitado la vida a su esposa Jeanette y a su hijo, y para él era parte de la familia. De hecho había sido para él como una madre, sobre todo teniendo en cuenta lo poco que se había preocupado su madre de él.
—Sí, el niño es mío —le dijo.
—¿Y qué piensa hacer ahora? —inquirió ella.
Lo único que podía hacer.
—Me aseguraré de que al bebé y a ella no les falte de nada. Haré que se venga a vivir aquí hasta que nazca el niño.
—Pero si no sabe nada de esa chica, señorito Ben —le dijo la señora Smith en tono de reproche.
—Precisamente por eso, porque no la conozco, quiero vigilarla de cerca. Es mi hijo al que lleva en su vientre.
Lo que no comprendía, lo que no tenía para él sentido alguno, era por qué Tess había esperado tanto tiempo para decírselo. Según la fecha en la que salía de cuentas estaba embarazada de dieciséis semanas. Debería haberlo sabido con seguridad hacía ya al menos un par de meses.
Tomó el papel donde la joven le había anotado su número de teléfono. Llevaba días allí, sobre su escritorio, y no lo había pasado aún a su listín de teléfonos porque hasta ese momento había conservado la esperanza de que aquello fuese sólo un error.
Desde ese día en que había ido a verlo toda comunicación entre ellos se había hecho a través de su abogado, pero había llegado el momento de exponerle sus condiciones y tendría que hacerlo cara a cara.
—¿Y si no quiere venirse a vivir aquí? —le preguntó la señora Smith.
Ben se quedó mirándola con las cejas enarcadas, como dándole a entender que no le parecía que eso fuese a ser un problema.
—¿De verdad crees que una chica como ésa, con un trabajo de doncella en un hotel, va a rechazar la oportunidad de vivir rodeada de toda clase de lujos? Conozco a las mujeres de su clase; aceptará lo que le proponga sin pensárselo dos veces.

Capítulo Dos
—¡Ni hablar! No voy a venirme a vivir contigo.
Si Ben creía que iba a poder darle órdenes como si fuese su ama de llaves estaba muy equivocado.
—Tengo un apartamento —le dijo—. No necesito ni quiero vivir aquí contigo.
—Tampoco yo quería ni necesitaba tener un hijo —replicó él.
—Y te recuerdo que yo no me he quedado embarazada por obra del Espíritu Santo —le recordó ella—. Además, ¿qué tiene que ver eso con lo que estamos discutiendo?
—El barrio en el que vives es muy inseguro.
—¿Y qué quieres? no puedo pagarme nada mejor —le espetó ella ofendida.
No todo el mundo tenía la suerte de haberse criado entre algodones como él. Tess estaba segura de que Ben no tenía ni idea de lo que era tener que matarse a trabajar para ganarse la vida, ni sobrevivir a base de espaguetis en lata hasta recibir la siguiente paga.
—Si tanto te preocupa dónde viva, podemos llegar a un acuerdo —le propuso—. Si tú me ayudas económicamente yo buscaré un apartamento en otro barrio que te parezca más seguro y todos contentos.
—No, tienes que venirte a vivir aquí.
—Pero es que yo ya te he dicho que no quiero vivir aquí —le insistió ella irritada.
—¿Necesitas que envíe a alguien para que te ayude a empacar? —le preguntó Ben, ignorándola por completo.
Tess se consideraba una persona paciente, pero Ben estaba empezando a enfadarla de verdad.
—¿Estás sordo? Te he dicho que no voy a venirme a vivir aquí.
Ben siguió hablando como si en efecto no la hubiese oído.
—También he estado pensando que lo mejor sería que dejaras tu trabajo. Siendo como eres doncella en un hotel tendrás que trabajar con productos de la limpieza que podrían ser malos para tu embarazo, e imagino que también tendrás que agacharte para hacer las camas y cosas así.
Parecía que alguien tenía cierto afán de controlarlo todo, pensó Tess. ¿De verdad pensaba que iba a abandonar su trabajo y a depender completamente de él?
Se había independizado a los dieciséis años y si había sido capaz de cuidar de sí misma durante todo ese tiempo también sería capaz de cuidar de su bebé. Lo único que necesitaba era una pequeña ayuda económica. Con unos doscientos dólares al mes bastaría para cubrir los gastos extras que tendría con el embarazo.
Posó la vista en la licorera de cristal que había sobre su mesa, llena de un líquido ambarino que parecía brandy, y una alarma se disparó en su cabeza. Había oído rumorear a los otros empleados del hotel que tras la muerte de su esposa se había recluido en la casa y que se había convertido en un alcohólico.
Lo de que se había vuelto un ermitaño se lo creía; lo de su dependencia del alcohol… en fin, esperaba que no fuera verdad.
—No pienso dejar mi trabajo. Si quieres que te mande semanalmente un informe de mi médico para que te quedes más tranquilo lo haré, pero nada más.
—Eso me recuerda que me he tomado la libertad de escoger a un ginecólogo al que me gustaría que vieras. Es el mejor en su especialidad.
¿También quería escoger un médico por ella? Sólo faltaba que le dijera cómo tenía que vestirse y qué tenía que comer.
—Ya tengo un ginecólogo que paga mi seguro y estoy contenta con él, gracias.
—El dinero no es problema.
—Para mí sí lo es porque soy yo quien lo está pagando.
Ben se cruzó de brazos y se echó hacia atrás en el asiento. Su rostro estaba parcialmente oculto en sombras, pero Tess estaba segura de que si pudiera verlo su expresión sería de enfado. Estaba tan oscuro allí dentro…
—¿Qué eres, un vampiro? ¿No podríamos descorrer un poco las cortinas?, ¿o encender una luz?
Ben descruzó los brazos, se inclinó hacia delante, encendió la lamparita que había sobre su escritorio, y sí, parecía enfadado.
—Estás decidida a hacer esto más difícil de lo que ya es, ¿verdad? —le preguntó.
¿Estaba de guasa o qué?
—¿Que yo…? Perdona, pero no es a ti a quien le va a cambiar la vida drásticamente. No tendrás náuseas por las mañanas, ni ganarás peso, ni te saldrán estrías —le dijo—. Por no hablar de las hemorroides, de la acidez de estómago, y de los dolores del parto. El día que los hombres podáis pasar por todo eso en nuestro lugar te dejaré que me impongas todas las condiciones que quieras, pero hasta entonces estamos hablando de mi cuerpo y de mi bebé, así que iré al médico que yo elija y viviré donde me dé la gana. ¿Estamos?
—Si no estás dispuesta a cooperar podría demandarte para quitarte la custodia, y creo que no hace falta que te diga que con el dinero que tengo puedo permitirme a los mejores abogados.
A ese juego podían jugar dos, se dijo Tess.
—Para tu información no me pillas desprevenida: tengo el número de media docena de abogados que estarían dispuestos a defenderme sin cobrarme nada, y también son de los mejores.
Ben la miró divertido.
—¿Estás segura de que querrías pasar por eso? Si aceptas mis condiciones, no sólo te cederé la custodia del niño, sino que te ayudaré económicamente para que puedas vivir con toda clase de lujos durante el resto de tu vida.
Tess inspiró profundamente.
—Me parece que no estás entendiéndome. No quiero vivir rodeada de lujos; lo único que quiero es un poco de ayuda; un poco. ¿Lo captas?
El se quedó mirándola y sus labios se arquearon en una sonrisa burlona.
—No veo qué es lo que te hace tanta gracia —le dijo Tess irritada, poniendo los brazos en jarras.
Ben se echó hacia atrás.
—Nada, es sólo que estaba pensando en la noche que pasamos juntos en el hotel.
Estupendo. ¿Iba a imponerle también como condición practicar sexo con ella?
—Ahora ya sé por qué me gustaste.
Tess frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.
—Eres la persona más cabezota y egocéntrica que he conocido en mi vida, y sinceramente cada vez estoy más confundida.
La sonrisa de Ben adquirió un matiz travieso. Tess nunca hubiera imaginado que un hombre que parecía tan serio pudiera resultar tan… adorable. ¿Adorable?, ¿en qué diablos estaba pensando? No era adorable; era odioso.
—¿Sabes qué? Olvida que he venido; no necesito que me ayudes. Francamente no me merece la pena. El bebé y yo nos las arreglaremos sin ti.
Se dio la vuelta y se dirigía ya a la puerta cuando lo oyó llamarla.
—Tess, espera.
Se giró de nuevo a regañadientes.
—Estoy seguro de que debe haber algún modo de hacer que esto funcione.
—Pues a menos que estés dispuesto a ser razonable no veo cómo.
—Al menos puedo intentarlo —le dijo él—. Siéntate. Por favor —añadió señalando con un ademán la silla frente a su escritorio.
Tess se sentó, pero sólo porque había dicho «por favor».
—Dime cuáles serían tus condiciones e intentaremos llegar a un acuerdo —le dijo Ben.
—¿Hablas en serio?
—Por supuesto.
—Está bien. Pues… antes de nada me gustaría conocer el motivo de este repentino cambio en tu conducta; por qué hace cinco minutos estabas comportándote como un ogro y ahora quieres que dialoguemos.
Ben no se mostró ofendido por sus palabras; todo lo contrario; de hecho incluso sonrió.
—Porque hace cinco minutos creía saber qué clase de persona eres.
—¿Y ahora?
—Ahora me doy cuenta de que te había juzgado mal.
Tess rezó en silencio, como hacía cada mañana cuando subía con su viejo coche la empinada carretera que llevaba al aparcamiento de los empleados, detrás del hotel. Se le había calado dos veces de camino allí, y le había costado varios intentos ponerlo de nuevo en marcha, granjeándose unos cuantos bocinazos impacientes de los conductores que iban detrás.
El carburador funcionaba fatal, pero aún tendrían que pasar tres o cuatro meses antes de que tuviese ahorrado el dinero suficiente para cambiarlo. Y eso si lo hacía ella misma, porque en un taller le cobrarían mucho más.
El mes anterior se había gastado todos sus ahorros en gasolina y en unos neumáticos nuevos y no podía permitírselo.
Además lo malo de vivir en una ciudad que se nutría del turismo era lo caro que resultaba todo. Tal vez si ese domingo no compraba las verduras que había pensado comprar pudiese ahorrar algo, pero el médico le había dicho que estaba un poco preocupado porque no estaba ganando suficiente peso.
Lo cierto era que se había pasado los últimos días pensando en la oferta de Ben. Al menos se había dado cuenta de que le estaba diciendo la verdad, que no estaba detrás de su dinero, pero no comprendía esa exigencia suya de que tenía que vivir con él durante el embarazo.
Aunque Ben había hecho bastantes concesiones seguía insistiendo en que dejara su trabajo.
En su adolescencia Tess había hecho de canguro, había repartido periódicos, había trabajado como reponedora en varios supermercados… cualquier cosa con tal de ganarse unos dólares para poder ahorrar y marcharse del infierno que había sido para ella la casa de su padrastro.
Si dejaba de trabajar, ¿qué haría cuando diese a luz y tuviese que volver a arreglárselas por su cuenta? Bastante incómoda se sentía ya con la idea de aceptar dinero de Ben como para depender por completo de él.
La idea la asustaba. ¿Y si dejaba su trabajo y de pronto un día descubría que era un loco o un depravado? ¿Y quién querría contratar a una embarazada?
Le había pedido que le diera unos días para pensarlo, pero todavía no estaba segura de qué hacer.
Por fin había llegado al aparcamiento. Estacionó su vehículo, y al ver en su reloj de pulsera la hora que era maldijo entre dientes. Diez minutos tarde.
Se bajó del coche y se dirigió a toda prisa a la entrada trasera del hotel. Olivia Montgomery, la gerente, era una auténtica tirana. No toleraba la impuntualidad, y Tess, por culpa del caprichoso carburador de su vehículo, era la tercera vez que llegaba tarde en dos semanas.
Entró en el edificio, e iba camino de los vestuarios del personal, tras las cocinas, cuando al torcer una esquina se encontró al supervisor del turno de mañana esperándola de pie junto a su taquilla y con los brazos cruzados.
—Siento llegar tarde —se excusó Tess—. He tenido problemas con el coche.
El supervisor la miró con una expresión más agria que de costumbre. Tess estaba empezando a convencerse de que aquel tipo desayunaba vinagre en vez de café.
—Eso díselo a la señora Montgomery; te espera en su despacho.
Genial; una reprimenda de su jefa. El día no podía haber empezado mejor.
Se quitó la chaqueta y el bolso y después de meterlos en su taquilla se dirigió a la oficina de la gerente.
En la antesala su secretaria la saludó con una sonrisa comprensiva.
—Pasa —le dijo— está esperándote.
Cuando Tess entró su jefa estaba hablando por teléfono pero le hizo un gesto para que se sentara en la silla frente a su escritorio.
Tess había aprendido que lo mejor en esas situaciones era guardarse el orgullo en un bolsillo y responsabilizarse de sus actos, así que cuando la gerente colgó el teléfono y se volvió hacia ella le dijo:
—Siento muchísimo llegar tarde. Sé que es inadmisible, pero le doy mi palabra de que no volverá a ocurrir.
Su jefa entrelazó las manos calmadamente sobre la mesa.
—Es la tercera vez en dos semanas, Tess.
—Lo sé, y lo siento.
—Muy bien. En ese caso para compensar harás unos cuantos turnos extra esta semana —le dijo en un tono condescendiente de «yo soy Dios y tú sólo una empleada»—. Tenemos a varias personas de baja por la gripe.
Tess había trabajado cincuenta horas la semana anterior y de pasar tanto tiempo de pie le dolía la espalda y tenía hinchados los tobillos.
Además últimamente, por muchas horas que durmiese, siempre se sentía cansada. Debía de ser por el embarazo.
Sin embargo también sabía que si se negaba a hacer esas horas extra le estaría dando a la señora Montgomery un motivo para despedirla. La gerente sabía que estaba embarazada y que al cabo de unos meses tendría que darle la baja por maternidad. De hecho era obvio que había estado buscando un motivo para deshacerse de ella.
El temor a que lo hiciera era lo que había llevado a Tess, pese a que detestaba aquel empleo y a lo poco que pagaban, a matarse a trabajar desde el momento en que había descubierto que estaba embarazada. No podía permitirse que la despidieran antes de que se cumpliera el tiempo necesario para que pudiera tomarse la baja y le guardaran el puesto.
Además, ¿acaso no se merecía un descanso?, ¿no se lo había ganado?
Pensó en la enorme casa de Ben y en cómo sería vivir allí, no tener que levantarse a las cinco de la mañana para ir a trabajar, poder quedarse levantada hasta tarde viendo una película y comiendo palomitas, poder dormir hasta mediodía… relajarse y disfrutar de su embarazo.
—¿Y bien? —le preguntó la señora Montgomery en un tono impaciente.
—No —le respondió Tess—; me temo que no puedo hacer eso.
Su jefa entornó los ojos.
—Y yo me temo que no tienes elección.
Se equivocaba. Por primera vez en su vida Tess podía elegir.
En el fondo la cuestión era que debía hacer lo que fuera mejor para el bebé. Si aceptaba la oferta de Ben a su hijo nunca le faltaría de nada. Podría ir a buenos colegios, estudiar en la universidad… podría tener todas las oportunidades que ella no había tenido.
No estaba completamente segura de poder confiar en Ben, pero estaba harta de trabajar como una mula de carga por un sueldo miserable. Quizá debiera darle a Ben una oportunidad, igual que él había hecho con ella.
Le dirigió una sonrisa a su jefa con la convicción de que estaba haciendo lo correcto y le dijo:
—Sí que la tengo, señora Montgomery. Y elijo dejar este empleo.

Capítulo Tres
—Señorito Benjamín, siento interrumpirlo, pero hay una persona que quiere verlo.
Ben alzó la vista de la pantalla del ordenador y se encontró a la señora Smith de pie ante la puerta abierta de su despacho. Se hizo a un lado y entró Tess. Sus mejillas estaban sonrosadas por el frío, y el suéter de angora que llevaba puesto dejaba entrever su embarazo.
Ben se puso de pie.
—Has vuelto —le dijo.
La joven asintió y esbozó una sonrisa vacilante.
—He vuelto.
La señora Smith cruzó con Ben una mirada de reproche antes de salir y cerrar la puerta, una mirada que decía que todo aquello era un error.
—Imagino que tu visita de hoy significa que has tomado una decisión —le dijo a Tess.
Ella asintió.
—Sí, he dejado mi trabajo esta mañana, mis maletas están abajo… y en fin, aquí estoy para quedarme hasta que salga de cuentas.
El oír aquellas palabras hizo que a Ben lo invadiera un profundo alivio. Al fin las cosas estaban bajo control y podría velar por la seguridad del bebé y la de ella.
—Con tu permiso voy a sentarme —le dijo ella señalando la silla frente a su escritorio—. Se me ha quedado el coche parado a medio kilómetro de aquí y he tenido que hacer el resto del trayecto a pie tirando de las maletas.
—Vaya, qué faena.
Tess se encogió de hombros.
—El carburador estaba en fase terminal. ¿Podrías prestarme dinero para cambiarlo por uno nuevo? Te lo devolveré en cuanto pueda.
—No te preocupes; yo me haré cargo.
Podría haberlo preocupado que fuese un ardid para sacarle dinero, pero en los últimos días había averiguado lo suficiente sobre ella como para convencerse de lo contrario. Había contratado a un detective privado para que la investigara, y éste no había encontrado ningún antecedente delictivo en su pasado ni nada que indicase que estaba intentando engañarlo.
De hecho había resultado que Tess era exactamente lo que aparentaba ser: una mujer trabajadora que hacía lo que podía para salir adelante. Era evidente que no había mentido cuando le había dicho que sólo necesitaba de él una pequeña ayuda económica.
—Bueno, ¿y cuáles van a ser las reglas del juego? —le preguntó Tess.
—Las mismas que acordamos el otro día —respondió él—. Te quedarás aquí hasta que nazca el niño, y luego os compraré un apartamento y te asignaré una pensión.
Los ojos ambarinos de Tess escrutaron su rostro, como si la joven estuviera intentando adivinar qué pensamientos estaban pasando por su cabeza en ese momento. La noche en que se conocieron le parecieron a Ben unos ojos inusuales por su color, y lo había fascinado el brillo de curiosidad que relumbraba en ellos.
De hecho había estado observándola durante un buen rato antes de acercarse a ella, atraído por su belleza singular, por sus cálidas y sinceras sonrisas mientras charlaba con el camarero. Luego, cuando se había vuelto y sus ojos se habían encontrado fue como si saltasen chispas entre ellos; chispas capaces de derretir un iceberg entero.
—Parece demasiado bonito para ser cierto —dijo Tess.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, no es que piense que eres una mala persona, pero…
—Pero no te fías de mí —adivinó él. Tess se encogió de hombros incómoda—. No pasa nada; no me has ofendido. Si yo estuviera en tu lugar me pasaría lo mismo.
—Vaya, pues es un alivio, porque como te digo pareces un tipo decente… un poco controlador, quizá, pero en fin… —añadió con una media sonrisa—. El caso es que necesito cubrirme las espaldas porque arriesgo mucho aceptando venirme a vivir aquí sin saber nada de ti.
Ben asintió.
—Lo entiendo, y ya he hablado con mi abogado para que redacte un contrato.
Tess entornó los ojos.
—¿Y se supone que tengo que fiarme de ese abogado?
—Bueno, eres libre de llevarle los papeles al que tú consideres oportuno antes de firmar nada. Y por supuesto yo correré con los gastos.
—Eso parece justo.
—Y hablando de contratos, mi abogado me ha insistido en la conveniencia de incluir una cláusula de confidencialidad.
—¿De confidencialidad? —repitió ella perpleja—. ¿Crees que voy a dar exclusivas a la prensa o algo así?
—La finalidad de esa cláusula es protegeros tanto a ti y al bebé como a mí. Fue espantoso ver cómo los medios explotaron la muerte de mi esposa. Meses después de que falleciera siguieron haciendo de mi vida un infierno. Incluso se escribió una biografía no autorizada de su vida e hicieron una película para la televisión. Y por supuesto no sólo no la retrataban de un modo precisamente halagüeño, sino que además faltaban a la verdad. Créeme cuando te digo que no te gustaría pasar por eso.
Tess se quedó callada un momento.
—Cuando descubrí por mis compañeras de trabajo quién eras fui a la biblioteca de la ciudad y estuve indagando un poco.
—¿Sobre qué?
—Estuve buscando artículos sobre ti en periódicos y revistas viejas, y también estuve mirando en Internet.
En otras circunstancias Ben se habría sentido indignado, pero no podía culparla cuando él había hecho lo mismo.
—¿Y qué conclusiones sacaste?
—Me quedé espantada con lo que esa gente de la prensa puede llegar a hacer, justo como tú has dicho, así que entiendo tu preocupación.
—Ahora las cosas se han calmado un poco y me gustaría que siguieran como están —le dijo Ben—. Cuantas menos personas estén al corriente de esto, mejor —añadió. No quería alarmarla, pero creía que era justo ponerla sobre aviso respecto adonde se estaba metiendo—. No quiero decir que tengas que dejar de ver a tus amistades, sólo que…
—No tengo amigos —lo interrumpió ella. Esbozó una sonrisa y añadió—: No tienes que sentir lástima de mí; no lo he dicho por eso. Lo que pasa es que llevo poco tiempo viviendo aquí así que no he tenido la posibilidad de hacer muchas amistades aún. Pero tampoco tienes que preocuparte por eso; tendré cuidado.
—Bien, entonces supongo que eso es todo —dijo Ben.
—Em… todo no —replicó ella—. Hay un par de cosas más que me gustaría que hablásemos.
—Está bien.
—Bueno, pues… la verdad es que no sé cómo decirte esto. No voy a vivir con un alcohólico, así que quiero que dejes la bebida.
Aquello era lo último que Ben había esperado que le dijese. ¿Acaso le había dado la impresión de que tenía problemas con el alcohol? ¿Habría leído quizá en algún periódico que se había dado a la bebida tras la muerte de su esposa? Habían escrito tantas mentiras sobre él que llegado un punto había decidido ignorar por completo a aquella gentuza.
Abrió la boca para negar que fuera alcohólico, pero cayó de pronto en la cuenta de que eso exactamente sería lo que haría alguien que tuviera problemas con la bebida.
—¿Y si me niego? —le preguntó para ver cuál sería su reacción.
—Entonces no hay trato.
Bueno, dado que no era alcohólico no supondría un sacrificio para él.
—De acuerdo; no volveré a tomar ninguna bebida con alcohol —le dijo.
Tess lo miró con desconfianza.
—¿Así de fácil?
—Así de fácil —repitió él. De vez en cuando le gustaba tomar un trago, pero no era algo sin lo que no pudiera pasar.
Tess entornó los ojos, como si siguiera sin estar segura de que podía confiar en él a ese respecto.
—¿Lo incluirás en el contrato?
—Hecho. ¿Alguna cosa más?
Tess asintió.
—Cuando nazca el bebé querría que me prestaras dinero para volver a estudiar. Me gustaría ir a la universidad para poder encontrar un empleo mejor.
—Con la asignación mensual que te daré no te hará falta estudiar.
—Supongo que en tu círculo social a las mujeres les gustará sentarse a tomar bombones y embadurnarse de cremas antiarrugas, pero yo quiero hacer algo con mi vida. Quiero poder echar la vista atrás y sentirme orgullosa de mí misma.
—Ya veo. Bueno, no es que yo tenga nada en contra de las madres trabajadoras —dijo él—, pero sí pienso que un hijo debe ser criado por sus padres, no por una niñera.
Tess se preguntó si su esposa, que había sido estrella de cine, habría planeado abandonar su carrera cuando su hijo hubiese nacido. Lo dudaba.
—Bueno, en eso estamos de acuerdo —respondió ella—. Siempre pensé que si me casaba y tenía un hijo dejaría de trabajar hasta que el niño tuviese edad de ir al colegio. Claro que la situación es un poco distinta porque voy a ser madre soltera, así que me temo que tendrás que esperar bastante para que pueda devolverte el dinero.
—No quiero que me lo devuelvas.
—Me da igual; te lo devolveré de todos modos.
Por un momento Tess tuvo la impresión de que Ben iba a replicar de nuevo, pero en vez de eso dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza, como si hubiese concluido que era inútil intentar convencerla.
—¿Alguna cosa más?
—El otro día dijiste que podré seguir con mi médico —apuntó Tess.
—Si es lo que quieres…
—Bien, pues entonces creo que tenemos un trato.
Los labios de Ben se curvaron en una sonrisa, y Tess sintió que le flaqueaban las piernas, como si fuese una colegiala.
—En ese caso llamaré a mi abogado y le pediré que redacte el contrato —le dijo Ben.
Ella asintió pero se quedó mirándolo con curiosidad, como si quisiera preguntarle algo y no se atreviera.
—¿Qué?
—Pues que… si no quieres el bebé… ¿por qué haces todo esto?
Ben se quedó callado un momento, y cuando la miró había una tristeza inmensa en sus ojos.
—Nunca rehuyo la responsabilidad de mis actos.
Tess sacudió la cabeza.
—No creo que ése sea el motivo. A mí me parece que este niño sí te importa —le dijo poniendo una mano sobre su vientre—. Te habría sido mucho más fácil firmarme un cheque y desentenderte.
—Yo nunca he dicho que no me importara.
Y si le importaba… ¿por qué no podía ser parte de su vida? Y entonces de pronto Tess comprendió; de pronto supo por qué había insistido en que se fuera a vivir allí con él hasta que diera a luz. No entendía cómo no había caído en la cuenta antes.
Ben se culpaba por la muerte de su esposa y de su hijo, y parecía que creía que al tenerla allí con él podría asegurarse de que no les ocurriría nada ni al bebé ni a ella.
—Ben, si estás haciendo todo esto porque temes que pueda pasarnos algo al bebé o a mí… no tienes por qué preocuparte, de verdad —le dijo—. Estoy acostumbrada a cuidarme sola.
Él le lanzó una mirada tan llena de angustia y de dolor que Tess sintió que se le encogía el corazón.
—No fui capaz de proteger a mi esposa y a mi hijo y por eso ahora ya no están —respondió—, y ése es un error que no voy a cometer de nuevo.
Cuando la señora Smith condujo a Tess a la habitación de invitados, lo primero en lo que se fijó la joven fue en lo enorme que era. Sin embargo las cortinas estaban corridas casi por completo y la penumbra le daba a la estancia un aire sombrío y deprimente.
—¿Aquí no encienden nunca las luces? —le preguntó al ama de llaves mientras buscaba un interruptor con la mirada.
La mujer le lanzó una mirada irritada antes de ir hasta el ventanal y descorrer las pesadas cortinas. La luz del sol invadió a raudales la habitación, transformándola por completo.
Si hubiera tenido todas las habitaciones del mundo para escoger, habría escogido aquélla.
—Es preciosa… —murmuró extasiada—. Y todo parece tan nuevo…
—Pues sí; y procure que así se mantenga —le dijo la señora Smith en un tono insolente—. Si necesita alguna cosa hágamelo saber. El señorito Benjamín me ha pedido que me asegure de que todo está a su gusto.
Instrucciones que sin duda seguiría, se dijo Tess, pero no de buen grado. Ella sin embargo no quería problemas, y estaba decidida a ser correcta con el ama de llaves aun cuando tenía la sensación de que iba a tener unos cuantos encontronazos con ella en los cinco meses que iba a estar allí.
—Gracias.
—Me he tomado la libertad de retirar los objetos de valor —añadió la señora Smith.
Por el desdén con que la miraba parecía como si para ella fuese un chicle que se le hubiese pegado a la suela del zapato y no una invitada, pensó Tess. Obviamente Ben no le había dado instrucciones de que fuese amable con ella.
Pues no iba a darle a aquella vieja bruja la satisfacción de saber que la había herido en su orgullo.
—Vaya por Dios. En fin, a lo mejor consigo sacar algo con ese cuadro en el mercado negro —ironizó señalando una acuarela de un paisaje que hay sobre la cabecera de la cama.
Al ama de llaves su broma al parecer no le hizo gracia.
—Después de todo por lo que ha pasado el señorito Benjamin no se merece esto; no dejaré que le haga daño —le espetó como una osa protegiendo feroz a sus cachorros.
Tess estuvo a punto de recordarle que Ben era tan responsable como ella de aquella situación, pero se dijo que probablemente no sirviera de nada. Sin duda aquella mujer ya la había juzgado y condenado. Lo más seguro era que pensase que se había quedado embarazada a propósito para cazar a Ben o quedarse con su dinero.
—La cena se sirve a las siete en el comedor —le dijo el ama de llaves con aspereza.
Luego se giró sobre los talones y salió de la habitación cerrando detrás de ella.
Tess exhaló un suspiro cansado. Lo mejor sería que deshiciese las maletas, decidió. Sin embargo, no pudo resistir la tentación de curiosear un poco.
Recorrió la habitación fijándose en cada detalle, y al llegar a las puertas del balcón las abrió de par en par. Inspiró profundamente para llenarse los pulmones con el aire fresco, y observó embelesada la hermosa vista de los jardines, llenos de flores multicolores, que se extendían hasta donde llegaba la vista.
Vaya. A aquello desde luego no le costaría nada acostumbrarse. Se dio la vuelta y fue hasta los pies de la enorme cama, donde habían dejado sus maletas, pero al ver la puerta del cuarto de baño entreabierta se olvidó de ellas y se acercó para verlo. Había una bañera redonda tan grande que podría bañarse en ella una familia entera. Seguramente fuera un jacuzzi, pensó.
Aquello era más impresionante que la suite presidencial del hotel en el que trabajaba.
Se frotó la dolorida espalda y volvió a posar con ansia la vista en la bañera, pero se dijo que sería mejor que primero deshiciese las maletas.
Sin embargo, cuando hubo terminado de colocar la ropa en el armario estaba tan cansada que lo único que quería hacer era echarse y descansar.
«Una siesta de quince minutos», se dijo. Luego iría a explorar el resto de la casa.
Se desnudó, apartó la colcha, se metió en la mullida cama, y al cabo de un rato se quedó dormida.
A Jeanette le habría encantado ver los jardines en aquella época del año; llenos de flores, en todo su esplendor, se dijo Ben mientras miraba por la ventana de su despacho. Si cerraba los ojos era capaz de imaginarla allí fuera, jugando con su hijo. Ya tendría un año, y quizá habría empezado a andar y a decir sus primeras palabras.
En su imaginación aquel pequeño siempre tenía el pelo castaño, como él, los ojos grises de su madre, y una sonrisa radiante. Siempre estaba feliz; siempre estaba riendo.
La puerta se abrió en ese momento, y al volverse vio a la señora Smith.
—Ya la he llevado a su habitación —le dijo.
—Gracias.
—¿Quiere alguna cosa más, señorito?
—No, nada más. No… espere, señora Smith. Sí hay una cosa que quiero que haga. Por favor deshágase de todas las bebidas alcohólicas que haya en la casa.
El ama de llaves frunció el entrecejo.
—¿Para qué?
—Una de las condiciones que ha puesto Tess para quedarse es que dejara la bebida —le explicó él con una media sonrisa—. Cree que soy alcohólico.
—¿Y usted no le ha dicho que no lo es?
—No me importa lo que piense; lo que quiero es que se sienta cómoda, así que por favor haga lo que le he pedido.
La señora Smith frunció los labios pero no discutió.
—Como quiera, aunque permita que le diga una vez más que esto me parece un error.
—Lo sé —murmuró él.
También le había parecido un error que se casase con Jeanette, pero las dos habían aprendido a convivir. La verdad era que la señora Smith era tan protectora con él que Ben estaba seguro de que ninguna mujer le habría parecido adecuada.
—Sé que aún te sientes culpable por lo que pasó, Ben, pero no fue culpa tuya.
La señora Smith nunca se lo había dicho claramente, pero Ben sabía que en su opinión la única culpable de la muerte de su hijo había sido Jeanette. Siempre había dicho que era demasiado egoísta y que le consentía demasiadas cosas.
En cierto modo tenía razón. La carrera de Jeanette apenas había empezado a despegar cuando había descubierto que estaba embarazada. Más que sentirse ilusionada aquello le había provocado cierto fastidio por las limitaciones que supondría para su trabajo.
De hecho, preocupada de que pudiese significar un retroceso en su carrera, por no hablar de las estrías, había dicho incluso que quizá debería considerar la opción de abortar, pero por fortuna él había logrado convencerla para que no lo hiciera.
Estaba seguro de que con el tiempo habría disfrutado de la experiencia y que habría sido una buena madre, o al menos eso era lo que había querido pensar.
Ya nada de eso importaba.
—¿Ha llamado a sus padres? —le preguntó la señora Smith.
Sus padres… Tener que explicarles aquello suponía otro problema. Nunca habían sido unos padres agobiantes o controladores; todo lo contrario; y de hecho no los había visto ni había sabido de ellos desde el Día de Acción de Gracias, pero sabía que no iba a ser fácil hablar con ellos de aquello.
—No, todavía no.
—¿Y no cree que debería hacerlo?
—¿Por qué? No tiene sentido que haga que se ilusionen con un nieto al que nunca van a ver.

Capítulo Cuatro
Extrañado de que Tess no hubiera bajado a la hora de la cena, Ben subió para ver si le había ocurrido algo. Hacía ya tres horas desde que había llegado, y desde entonces no había salido de la habitación. Además la señora Smith le había dicho que sólo tenía un par de maletas, así que no podía estar todavía deshaciendo el equipaje. ¿Se encontraría mal quizá?
Llamó a la puerta y aguardó un rato, pero no hubo contestación, así que volvió a golpear la puerta con los nudillos y la llamó:
—Tess, ¿estás ahí?
Aunque sabía que probablemente no debiera hacerlo, giró el pomo y vio que la puerta estaba abierta. Las cortinas de la antesala estaban descorridas, y la suave luz del atardecer bañaba cada rincón. Siempre le habían gustado los tonos en que estaba decorada la habitación de invitados, y por alguna razón se le antojaba apropiado que Tess fuese a dormir en ella. Tenía algo de su carácter, fresco y alegre, y también era cálida y acogedora. Ésa era la sensación que había tenido la noche que había pasado con ella en el hotel; había sido como llegar a casa.
Se quedó escuchando en silencio, pero no oía movimiento alguno.
—¿Tess? —volvió a llamar, esperando que le respondiera irritada desde el dormitorio.
Sin embargo de nuevo no hubo respuesta, y el miedo se apoderó de él, haciendo que le costara respirar. ¿Y si se había resbalado en la ducha y se había golpeado en la cabeza?
Sin perder un momento empujó la puerta entreabierta del dormitorio y el corazón le dio un vuelco en el pecho. Las cortinas también estaban descorridas, pero no veía a Tess por ninguna parte. Fue al cuarto de baño pero lo encontró vacío.
¿Adonde podía haber ido? ¿Se habría marchado sin que nadie del servicio la viera? ¿Habría sido quizá una broma de mal gusto decirle que sí, que iba a vivir allí hasta que naciera el bebé, para luego marcharse y burlarse así de él? Regresó al dormitorio debatiéndose entre la ira y el pánico, pero en ese momento escuchó un ruido suave, como un ronquido. Sólo entonces se dio cuenta de que en la cama, bajo la colcha, había un bulto.
El alivio que lo invadió fue tal que le flaquearon las rodillas. Se la había imaginado tirada en el suelo, inconsciente y desangrándose, pero sólo estaba echándose una siesta.
Se pasó una mano por el cabello y sacudió la cabeza. Tenía que tranquilizarse o antes de que acabasen aquellos cinco meses le daría un infarto. Sí, tenía que dejar de pensar siempre lo peor. Tess estaba bien y el bebé también. Además, si continuaba con ese comportamiento paranoico terminaría consiguiendo que Tess huyese de allí. No era su prisionera sino su huésped.
Se preguntó si no debería despertarla para ver si quería cenar algo, pero decidió que sería mejor dejarla dormir. Parecía que necesitaba más descansar que comer.
Fue hasta el balcón para correr un poco las cortinas, y aunque una vocecilla en su cabeza le dijo que debería marcharse ya, no pudo evitar acercarse hasta la cama.
No podía fallarle, se dijo mientras observaba su rostro angelical. Era casi como si le estuviesen dando una segunda oportunidad. Cuidaría de Tess y del bebé; eran su responsabilidad.
Tess estaba acurrucada sobre el costado y parecía tan frágil y pequeña en aquella enorme cama como una ninfa de los bosques. Su frente estaba perlada en sudor y tenía un mechón pegado a la frente.
Hacía demasiado calor allí, se dijo Ben. Con mucho cuidado retiró hacia abajo la colcha, y sólo al ver que la sábana estaba pegada a su piel húmeda, resaltando cada curva de su figura, se dio cuenta de que estaba desnuda.
Una ráfaga de deseo lo sacudió de pronto. «No la toques y sal de aquí ahora mismo», le ordenó la voz de su conciencia. Debería haberle hecho caso, pero Tess estaba tan pálida… ¿Y si estaba enferma y tenía fiebre?
—¿Tess? —la llamó suavemente, no queriendo sobresaltarla. La joven murmuró algo incoherente y se revolvió en la cama—. Tess, despierta.
«No lo hagas; no la toques», le advirtió su conciencia.
Sin embargo parecía que su cuerpo no estaba escuchándola, porque sin poder contenerse alargó el brazo y puso la palma de la mano sobre su frente para ver si tenía fiebre.
No, parecía que no; no estaba caliente. Debería haber retirado la mano inmediatamente, pero no pudo resistir la tentación de rozar la suave piel de su mejilla con los dedos. Tess parecía tan vulnerable así dormida, y tenía unos labios tan sensuales… La noche que habían pasado juntos se había vuelto adicto a sus besos, y aun después de todo lo que había ocurrido seguía encontrándola irresistible.
Buena parte de las mujeres del mundo al que Ben pertenecía eran vanidosas y superficiales, mientras que Tess en cambio le había parecido tan… auténtica. Con ella se había sentido vivo, y quería volver a sentirse así.
Claro que dadas las circunstancias debería dejarse de anhelos y comportarse de un modo racional. Aunque se sintieran atraídos el uno por el otro, Tess estaba embarazada, y él no quería volver a implicarse emocionalmente y arriesgarse a acabar sufriendo otra vez. No, el bebé y ella se merecían a alguien que no tuviese miedo a amar.
¿Por qué entonces seguía acariciando su rostro? Como si tuviera voluntad propia su pulgar se deslizó hasta el labio inferior de Tess y su boca se entreabrió ligeramente, dejando escapar un soplido de su cálido aliento.
Un cosquilleo eléctrico ascendió por su mano y su brazo hasta llegar al pecho, y el corazón empezó a latirle como un loco. No sabía por qué, pero de algún modo Tess conseguía, incluso dormida, despertar en él sensaciones que había creído que nunca volvería a experimentar después de la muerte de su esposa y su hijo.
El cosquilleo descendió por su abdomen, y se asentó finalmente en la zona justo debajo de su cinturón, y de repente lo invadió un deseo casi irresistible de inclinarse y besarla.
En ese momento los ojos de Tess se abrieron y Ben apartó la mano como si su piel quemase. La joven alzó la vista, y cuando sus ojos se encontraron con los de él esbozó una sonrisa soñolienta.
—Vaya, hola.
Dios, ¿por qué tenía que ser tan bonita?
Tess miró a su alrededor, como si en ese momento no supiese muy bien dónde estaba.
—¿Estás en mi habitación? —le preguntó.
No parecía enfadada, aunque tendría todo el derecho a estarlo, y Ben no pudo contenerse y alargó una mano para apartar el mechón húmedo de su frente. ¿Qué tenía aquella joven que hacía que le costase tanto mantener las manos quietas?
—Como no has bajado a cenar estaba preocupado, así que subí a ver si estabas bien, y cuando llamé a la puerta y no contestabas temí que te hubiera ocurrido algo.
Tess parpadeó, todavía adormilada.
—¿Como qué?
Buena pregunta. Era obvio que su reacción había sido desproporcionada.
—No lo sé, supongo que simplemente quería asegurarme de que estabas bien, pero te pido disculpas por haber entrado sin permiso. No debería haberlo hecho.
No, no debería haberlo hecho, pero aun así Tess se sentía incapaz de enfadarse con él. Podía ver en su rostro esa expresión angustiada por el dolor que sin duda sentía aún por la pérdida de su mujer y su hijo. ¿Por qué no era sincero?, ¿por qué no le decía simplemente que estaba asustado?
Porque era un hombre, se recordó a sí misma, y los hombres no solían hablar de sus sentimientos. Igual que muy pocos hombres eran capaces de admitir sus temores; pensaban que eso los haría parecer débiles.
—Pues no tienes por qué preocuparte, estoy bien —le dijo—. Sólo un poco cansada.
Ben le remetió un mechón por detrás de la oreja y comenzó a acariciarle suavemente la mejilla con el dorso de la mano. Tess no pudo evitar sentirse enternecida por aquel gesto tan dulce.
—Aquella noche en el hotel también hiciste eso —le dijo cerrando los ojos para concentrarse en la agradable sensación.
—¿Lo hice? —murmuró él.
Los dedos de Ben descendieron hasta su garganta, y Tess sintió deseos de alzar los brazos, rodearle el cuello con ellos y atraerlo hacia sí para besarlo, pero se contuvo.
—Creíste que estaba dormida —respondió abriendo los ojos—, pero sólo estaba fingiendo.
—¿Por qué?
Tess se encogió de hombros.
—Supongo que temía que si abría los ojos me dirías que me fuese y no quería irme todavía.
Cuando Ben dejó de acariciarle la mejilla Tess alzó la mirada y le pareció ver en sus ojos una expresión casi… triste.
—¿Por qué te marchaste? —le preguntó.
—¿Qué motivo tenía para quedarme? Imagina que me hubiese quedado, que nos hubiésemos enamorado, y que un mes más tarde te hubiese dado la noticia de que estaba embarazada. ¿Te habrías alegrado?, ¿querrías este bebé que no quieres ahora?
Tess sabía que no.
—No es que no lo quiera —replicó Ben—. Es sólo que… no puedo.
Había tanto dolor en su mirada… Antes o después tendría que aprender a perdonarse a sí mismo, se dijo Tess. No podía vivir así.
Se incorporó, y se quedó sentada con la sábana agarrada bajo los brazos.
—Las desgracias no son culpa de nadie, Ben; son algo que escapa a nuestro control.
—No, no es verdad; hay cosas que sí están bajo nuestro control; cosas que son responsabilidad nuestra.
Tess detestaba verlo tan triste y no saber qué decir para hacerlo sentirse mejor. Sólo el tiempo podía curar las heridas, pero la pregunta era… ¿cuánto tiempo tendría que pasar aún para que se cerrasen las heridas de Ben? ¿Un año?, ¿diez? Quizá incluso jamás fuese capaz de superarlo y se llevase aquel sentimiento de culpa a la tumba.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Ben—. Podría decirle a la cocinera que te caliente alguna cosa.
Parecía que no quería hablar más del tema. Tess se preguntó si sería así como iban a ser las cosas durante los cinco meses que iba a estar allí, si cada vez que Ben empezase a abrirse un poco a ella de pronto la apartaría de un empujón.
Tess volvió a tumbarse.
—No, gracias. Creo que voy a seguir durmiendo.
Ben asintió.
—De todos modos haré que te guarden algo en la nevera, por si cambias de idea.
—Gracias.
—Ven mañana por la mañana a mi despacho y te enseñaré la casa.
—De acuerdo.
—Buenas noches, Tess, que duermas bien.
—Gracias. Tú también.
Ben se detuvo al llegar a la puerta y se volvió un momento, como si fuera a decir algo, pero se giró de nuevo, salió, y poco después Tess oyó la puerta de la antesala cerrarse.
Se quedó despierta un buen rato, pensando en Ben. Si se descuidaba acabaría haciendo algo estúpido, como enamorarse de él.
A la mañana siguiente cuando se despertó Tess no tenía ganas de levantarse. Había dormido como nunca… y más de quince horas.
A pesar de sus dudas estaba empezando a convencerse de que había hecho lo correcto al aceptar la oferta de Ben, y no sólo por el bebé, sino por ella también.
El saber que ya no tendría que matarse a trabajar para pagar las facturas le había quitado un enorme peso de encima, y sentía una paz interior que no había sentido en mucho tiempo.
El futuro se presentaba aún algo incierto, pero al menos tenía el presentimiento de que estaba yendo en el rumbo adecuado.
Puso una mano sobre su vientre. Estaba deseando sentir a su bebé moverse, y hasta estaba deseando empezar a engordar, aunque eso significase que le saliesen estrías. Aquélla era una experiencia tan emocionante y hermosa…
Lo único que echaba en falta en esos momentos era tener alguien con quien poder compartirla. Claro que siendo práctica eso era lo que menos debía preocuparla. Pronto tendría que pensar en comprarse ropa de premamá y no tenía mucho dinero.
Quizá si la comprase en una tienda de segunda mano… No se le caerían los anillos por eso; ya lo había hecho en alguna otra ocasión.
También podía pedirle prestado el dinero a Ben, por supuesto. No tenía la menor duda de que él accedería. Cuando un hombre se sentía culpable era capaz de darle a una mujer todo lo que quisiera, y de haber sido una desalmada se habría aprovechado de las circunstancias, pero por suerte para él sería incapaz de hacer algo así.
De todos modos Ben ya había hecho tanto por ella. No, no podía pedirle más dinero. Sólo Dios sabía cuándo podría devolvérselo.
En ese momento oyó abrirse la puerta de la antesala. ¿Quién podría ser?
¿Sería Ben que había ido a despertarla para enseñarle la casa como le había dicho? Quizá estuviese de nuevo preocupado por ella, porque aún no se había levantado.
Se incorporó, tapándose el torso con la sábana, pero justo en ese momento oyó que la puerta se cerraba de nuevo. Fuera quien fuera no se había quedado mucho tiempo.
Un delicioso olor a beicon llegó hasta ella. Se bajó de la cama, se puso la bata, y salió a la antesala.
O bien la cocinera había pensado que estaría hambrienta, o bien no estaba segura de qué le gustaría, porque en la bandeja sobre la mesa había huevos revueltos, huevos duros, tortitas, un cruasán, tostadas, tres tarrinas pequeñas de mermelada, margarina, y mantequilla, salchichas, beicon, zumo de naranja, leche, y té.
Con la lástima que le daba que se tirase la comida probablemente acabaría comiendo más de lo que debía. Tendría que pedirle a Ben que le dijera a la cocinera que no le pusiese unos desayunos tan abundantes o acabaría poniéndose como una ballena.
Sus ojos se posaron entonces en un sobre blanco que había a un lado, junto a la bandeja. Lo tomó, y al abrirlo se encontró con las llaves de un coche, una tarjeta Visa con su nombre, y una nota que decía: Para todo lo que el bebé y tú podáis necesitar. B.
Dios. Debería haberse imaginado que se le ocurriría algo así, pero aquellos gestos de generosidad no dejaban de sorprenderla. Ben tenía una habilidad algo inquietante para anticiparse a cada una de sus necesidades.
No podía aceptar aquello, pero al menos debía darle las gracias.
Tras desayunar se duchó, se vistió, y bajó para ir a buscar a Ben a su despacho, pero cuando llamó a la puerta no recibió contestación alguna, y a la segunda vez ocurrió igual.
¿Sería incorrecto que pasase aunque no le hubiese dado permiso? Bueno, la noche anterior él había entrado en su habitación sin que ella se lo diese. Claro que lo había hecho porque lo preocupaba que se encontrase mal. En fin, de todos modos le había dicho que fuera a verlo para enseñarle la casa, y después de todo aquél era su despacho, no su dormitorio.
Justo estaba alargando la mano hacia el pomo cuando una voz áspera detrás de ella la increpó:
—¿Qué está haciendo?
Tess dio un respingo del susto y al girarse se encontró con la señora Smith.
—Vaya susto me ha dado —masculló con el corazón desbocado.
La señora Smith se quedó mirándola con esa expresión suspicaz que parecía reservar para ella.
—¿Qué hace merodeando por aquí?
Aquella vieja bruja la hacía sentirse como una delincuente aunque no hubiera hecho nada malo.
—No estaba merodeando; quería hablar con Ben.
—No está en su despacho.
Tess exhaló un suspiro irritado.
—¿Y dónde puedo encontrarlo?
—Ha dado instrucciones de que no lo molesten.
—Vaya, pues es que resulta que me ha enviado algo esta mañana con el desayuno y necesito hablar con él sobre eso.
—Si se trata del coche está en el garaje; es un Mercedes azul oscuro.
¿Un Mercedes? Tess en su vida había conducido un Mercedes. Bueno, de hecho nunca había conducido otra cosa que no fuera su viejo utilitario.
—Yo… no creo que me sienta cómoda conduciendo su coche.
—No es del señorito Benjamín; es para usted. Lo han traído esta misma mañana.
—¿Que lo han traído esta mañana? —repitió Tess.
—Sí, del concesionario.
—¿Del concesionario?
El ama de llaves la miró exasperada, y como si estuviese hablando con la tonta del pueblo le dijo:
—Sí, de un concesionario; ese sitio donde venden coches. ¿Sabe al menos lo que es un coche?
Decidiendo que lo mejor sería ignorar sus insultos, Tess le preguntó:
—¿Y lo ha alquilado hasta que arreglen el mío?, ¿es eso?
—No, no lo ha alquilado; lo ha comprado.
—¿Me está diciendo que me ha comprado un Mercedes? —exclamó Tess con incredulidad.
Pero si le había dicho que se encargaría de que le cambiaran el carburador a su coche…
—El señorito Benjamín es un hombre muy generoso —le dijo el ama de llaves—. Demasiado, diría yo —añadió mirándola con desdén.
En ese momento Tess oyó el ruido de un teléfono sonando tras la puerta, pero sólo sonó una vez, como si hubiesen contestado de inmediato. Miró a la señora Smith, y supo de inmediato que le había mentido, que Ben sí estaba en su despacho.
Alargó la mano para alcanzar el pomo, pero el ama de llaves se interpuso entre la puerta y ella.
—No va a entrar; ya le he dicho que el señorito Benjamín no quiere que lo molesten.

Capítulo Cinco
—Pero, Benji… ¡hace tanto que no nos vemos…!
Ben suspiró y sacudió la cabeza. Dios, cómo odiaba que su madre lo llamara así. A los diez años aquel diminutivo había empezado a parecerle odioso; en su adolescencia le había resultaba de lo más embarazoso; y estaba convencido de que su madre seguía llamándolo de ese modo sólo para fastidiarle.
—Lo siento, mamá, pero es que no es un buen momento para que vengas de visita.
Ni lo sería hasta que Tess diese a luz y se fuese. ¿Por qué sería que no había tenido noticias de sus padres desde hacía meses y de repente tenía que llamarlo su madre, diciéndole que quería ir a verlo?
Decididamente el problema entre su madre y él era que siempre iban a destiempo. No había estado a su lado en ninguno de los momentos que para él habían sido importantes porque siempre estaba ocupada con el rodaje de alguna película, y a veces se decía que si hubiese podido pagar a otra mujer para que diese a luz por ella, lo habría hecho.
—Te prometo que no me entrometeré en tus cosas. Ni siquiera notarás mi presencia.
—Mamá, no puede ser, de verdad —le dijo Ben una vez más—. Tengo tanto trabajo que no creo que pudiera pasar mucho tiempo contigo, y además lo más probable es que tenga que pasar una temporada en Los Ángeles —por supuesto era mentira; no tenía ninguna intención de salir de la ciudad… ni de la casa, de hecho—, y ya sabes cómo detestas Los Angeles.
Cuando oyó a su madre suspirar decepcionada se sintió mal consigo mismo, y eso lo irritó. ¿Por qué tendría que sentirse mal cuando a ella no le había importado dejarlo atrás para irse fuera durante varias semanas por un rodaje, o para acudir a algún estreno en distintas ciudades del mundo?
No, no tenía ningún derecho a esperar nada de él… pero aun así se sentía culpable por haberle dicho que no podía ir a verlo.
De pronto oyó voces en el pasillo. Dios, ¿ya estaban discutiendo otra vez la señora Smith y la cocinera?
—Mamá, tengo que dejarte.
—Pero, Benji…
—Lo siento, en serio; es que ha surgido algo de repente. Te llamaré más tarde, te lo prometo.
«Sí, unos cinco meses más tarde», se dijo colgando el aparato antes de que su madre siguiera insistiéndole.
Se levantó, y para su sorpresa cuando abrió la puerta se encontró a la señora Smith de espaldas a él con los brazos extendidos como si estuviese haciendo guardia frente a su despacho. ¿Qué diablos…?
Tess estaba al otro lado del pasillo, frente a ella, con las mejillas encendidas de pura irritación y los puños apretados.
—Le he dicho que no quiere que lo molesten —le estaba diciendo la señora Smith a Tess con aspereza—. ¿Por qué insiste en ponerle las cosas aún más difíciles al señorito Benjamín? Va a darle una vida decente a ese niño bastardo que lleva en su vientre. ¿Acaso no es suficiente con eso?
Tess abrió la boca para responder, y fue entonces cuando se percató de su presencia. Por la expresión de su rostro Ben supo exactamente lo que estaba pensando: estaba preguntándose si habría oído lo que la señora Smith había dicho de «ese niño bastardo».
—¿Qué está pasando aquí?
La señora Smith dejó escapar un gemido de sorpresa y se volvió hacia él con el rostro pálido.
—Yo… le estaba diciendo que no le gusta que lo molesten cuando está trabajando. La pillé merodeando por aquí.
—No estaba merodeando —replicó Tess mirándola irritada.
—Le dije a Tess que viniera a verme cuando se levantase —le dijo Ben a la señora Smith—. Le prometí que le enseñaría la casa.
El ama de llaves esbozó una sonrisa forzada.
—Si lo único que quería era que viera la casa podía habérmelo dicho, señorito, yo se la habría enseñado con mucho gusto.
Ben se apoyó en el marco de la puerta y suspiró.
—Tess, ¿nos disculpas un momento? Necesito tener una pequeña charla en privado con la señora Smith.
Tess asintió, pero le lanzó al ama de llaves una mirada jactanciosa cuando pasó por delante de ella, y Ben tuvo que reprimir una sonrisa.
—Será sólo unos minutos —le dijo a Tess antes de entrar tras la señora Smith y cerrar la puerta.
Una vez a solas en su despacho se sentó tras su escritorio y alzó la vista hacia el ama de llaves.
—Siéntese —le dijo.
—Prefiero quedarme de pie.
—Mildred… por favor.
La señora Smith por fin dio su brazo a torcer y tomó asiento en la silla que había frente a su mesa.
—Sé que desconfía de Tess, pero querría que dejase de entrometerse.
—Sólo quiero lo mejor para usted, señorito —le dijo la mujer, como si eso justificara su comportamiento.
—En cualquier caso quiero que ponga fin a esto. Ni siquiera conoce a Tess.
—Ni usted tampoco.
—Cierto, pero ese «niño bastardo» que lleva en su vientre es hijo mío.
Avergonzada, la señora Smith bajó la vista a su regazo.
—¿Acaso ha olvidado que mis padres no estaban casados cuando me tuvieron? —apuntó Ben.
—Lo siento, señorito Ben, me dejé llevar por la ira.
—Mire, Mildred, para mí usted es casi de la familia, y le tengo muchísimo aprecio, pero aunque entiendo que sólo quiere protegerme no es necesario, y querría que dejara de tener estas riñas absurdas con Tess —le dijo él—. Sé que aún culpa a Jeanette por lo que ocurrió.
La señora Smith alzó la vista.
—¿Y es eso peor que el que usted se culpe a sí mismo, señorito Ben?
Ben dejó escapar un suspiro.
—Supongo que la conclusión que los dos deberíamos sacar es que querer buscar culpables no nos ha llevado a ninguna parte, ¿no cree? —le dijo—. Sé que Jeanette no le caía bien, y no voy a negar que tenía sus defectos, pero… ¿quién no los tiene? A pesar de sus faltas era mi esposa y yo la quería.
—Sí, pero no sabe nada de esa joven —apuntó la señora Smith.
—¿Qué ha hecho Tess para que le tenga esa manía? Creo que ha dejado bastante claro que no quiere nada de mí.
—Eso dice… por ahora.
—En cualquier caso, como Tess me recordó, no concibió a ese bebé sola. Yo soy tan responsable como ella —le dijo Ben—. Intenta hacerse la dura, pero estoy seguro de que esto es tan difícil para ella como lo es para mí, y creo que si le da usted tiempo al tiempo acabará cayéndole bien.
La señora Smith permaneció callada.
—¿Me promete entonces que dejará de entrometerse?
La mujer asintió.
—Quiero oírselo decir.
El ama de llaves puso los ojos en blanco.
—Le prometo que no me entrometeré más —masculló irritada.
Ben esbozó una sonrisa maliciosa.
—¿Lo ve?, no era tan difícil.
—¿Puedo irme ya?
—Puede irse. Y por favor, cuando salga dígale a Tess que pase.
La señora Smith se levantó, y cuando fue a salir Tess casi se cayó encima de ella… como si hubiera estado con la oreja pegada a la puerta, intentando escuchar su conversación.
—Vaya. Lo… lo siento —balbució la joven azorada—. Es que estaba… um… apoyada en la puerta.
La señora Smith frunció los labios y salió del despacho moviendo la cabeza de un lado a otro. Ben simplemente se cruzó de brazos y miró divertido a Tess.
—No estaba escuchando, lo juro —le aseguró ella poniendo cara de no haber roto un plato en su vida.
—Las paredes y las puertas de esta casa están insonorizadas —le dijo él.
Tess resopló.
—Eso explica que no oyese nada —murmuró entre dientes.
Ben enarcó una ceja.
—De acuerdo, sí, estaba escuchando, pero es que esa mujer no me da un respiro.
—Lo he hablado con ella y me ha dado su palabra de que no volverá a entrometerse.
—Ya, seguro —contestó ella resoplando de nuevo—. Lo creeré cuando lo vea.
—¿Qué tal tu primera noche aquí? ¿Has dormido bien? —inquirió él cambiando de tema.
—Como un bebé.
—¿Y el desayuno estaba a tu gusto?
—Estaba todo buenísimo, aunque la cocinera se pasó un poco. Parecía que fuera a desayunar un regimiento entero.
—Lo siento, eso ha sido culpa mía. Me preguntó qué querrías tomar y como no estaba seguro le dije que te pusiera un poco de todo —respondió él—. Bueno, ¿lista para ver el resto de la casa?
—Hay algo que me gustaría que habláramos antes —le dijo Tess—. No puedo aceptar esto —añadió tendiéndole la tarjeta de crédito—. Aprecio el gesto, de verdad, pero es demasiado.
—Venga, Tess, digo yo que te hará falta comprar alguna cosa. Quédatela.
—No soy una pobretona; tengo dinero, ¿sabes?
—Y no es que yo quiera quedar por encima, pero yo diría que tengo mucho más dinero que tú. Además tengo una responsabilidad para con el bebé y para contigo.
—No, para conmigo no. No necesito que nadie cuide de mí.
Ben puso los ojos en blanco. ¿Qué tenía que atraía como un imán a las mujeres cabezotas a su vida? Tess era tan orgullosa que lo irritaba y lo admiraba a partes iguales.
—Y toma esto también —añadió ella dándole las llaves del coche—. También te lo agradezco, pero me sentiría incómoda conduciendo un coche tan caro.
Oh—oh…
—Vaya, pues me temo que eso supone un pequeño problema.
Tess entornó los ojos.
—¿Por qué?
—Porque tu coche… en fin, se lo han llevado.
—¿A arreglar?
—Em… no, simplemente se lo han llevado.
—¿Adonde?
Ben carraspeó.
—Al cielo al que van los coches viejos.
Tess lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué?
Obviamente estaba perdiendo la paciencia, y lo cierto era que Ben no podía reprochárselo. A él tampoco le haría gracia que alguien le dijese que habían mandado su coche al desguace. Claro que su coche no era una trampa mortal sobre ruedas.
—Hice que un mecánico le echase un vistazo, pero me dijo que costaría más repararlo de lo que valía el coche en sí. Además, no era seguro.
—Ben, me dijiste que me conseguirías un carburador nuevo.
—Y es lo que he hecho; el Mercedes que hay en el garaje tiene un carburador completamente nuevo.
Para su sorpresa Tess no se puso hecha un basilisco, sino que resopló, y se cruzó de brazos.
—Muy gracioso.
—Es una buena inversión, y además es un coche muy seguro —le dijo él—: tiene airbags, GPS, y la caja de cambios es…
—¿No te preocupa que vaya a ir por ahí conduciendo un coche que no es automático? —lo interrumpió ella para fastidiarle—. O a lo mejor un día pillo un atasco en algún sitio y tardo en volver. No sé, podría darte un ataque de ansiedad.
—No… porque ya he pensado en eso —le respondió él. Abrió un cajón de su escritorio y sacó de él un teléfono móvil—: También te he comprado esto.
—¡Oh, vaya!, ¡me has comprado un móvil! ¿No se te olvida nada? ¿No me habrás comprado también un poni por casualidad?
—¿Quieres un poni?
Tess abrió la boca y lo miró entre incrédula e irritada.
—¿Serías capaz de hacerlo, verdad? Serías capaz de comprarme un poni sólo para fastidiarme. De hecho estoy segura de que serías capaz hasta de hacer que construyeran un establo, y contratarías a un profesor de hípica.
Sí, la verdad es que sí que sería capaz, se dijo Ben reprimiendo una sonrisilla.
—Vamos, Tess, no seas así. Necesitas un coche y yo ya tengo uno. Si no utilizas ese Mercedes no va a hacerlo nadie. Y estaría feo que dejases que gaste mi dinero para nada.
Tess resopló hastiada.
—Está bien, me rindo. Me quedo con el coche —le dijo extendiendo la mano.
Ben sonrió, le devolvió las llaves, y le dio también el teléfono móvil.
Tess se metió ambas cosas en el bolsillo de los vaqueros, y Ben se fijó en que parecía que le quedaban un poco estrechos. De hecho tenía la sospecha de que si llevaba la blusa por fuera era para ocultar el hecho de que llevaba la cinturilla desabrochada. Era obvio que necesitaba ropa nueva, y pronto tendría que empezar a comprar también cosas para el bebé, pero con lo cabezota que era sería mejor intentar convencerla otro día de que aceptara la tarjeta de crédito. Ya era toda una proeza que hubiese accedido a quedarse con el coche.
—Bien. ¿Estás lista ahora para ver el resto de la casa? —le preguntó.
—Cuando quieras.
Para cuando concluyó la visita al resto de la casa, Tess había llegado a la conclusión de que Ben tenía demasiado dinero.
La vivienda tenía nada menos que cuatro plantas contando con el sótano, ocho dormitorios, seis cuartos de baño, las dependencias del servicio, la cocina, una despensa con suficiente comida como para no tener que salir de la casa en un año…
También había una biblioteca con estanterías que iban del suelo al techo, una sala de proyecciones, y junto a ésta otra sala con toda una serie de sofisticadas máquinas que Tess imaginó que tendrían que ver con el trabajo de Ben como productor.
Pero eso no era todo; luego estaba el gimnasio, equipado con aparatos que sin duda debían de haberle costado una fortuna, y una sala de recreo, donde terminó la visita. Allí tampoco faltaba un detalle: una diana para jugar a los dardos, un futbolín, una mesa de billar…
Sin embargo, aunque la visita le resultó interesante, lo que tenía verdaderamente cautivada a Tess era su anfitrión. La fascinaban su manera de caminar, sus ademanes, su forma de hablar… Daba la impresión de tener mucha confianza en sí mismo, pero no era de esas personas que avasallaban a los demás. Probablemente ni siquiera fuese consciente de lo guapo que era, se dijo; o si lo era desde luego parecía que le daba igual, cosa que lo hacía aún más atractivo.
Además, a pesar de haber crecido rodeado de lujos y de que seguramente habría estudiado en centros de lo más elitistas, no era un engreído, sino una persona generosa y amable.
Por las experiencias que había tenido, Tess era de la opinión de que con la mayoría de los hombres la convivencia resultaba cuando menos difícil, pero con Ben se sentía muy cómoda… dejando a un lado esos hábitos algo recalcitrantes que tenía, como el de hacer y deshacer sin consultarle. Todavía no podía creerse que hubiese mandado su coche al desguace y le hubiese comprado un Mercedes.
Pero sí, dejando esos pequeños detalles aparte, se sentía a gusto con él. Tal vez fuera porque era un hombre maduro. Y no maduro en el sentido de que fuera mayor que ella. Había salido con hombres con los que se llevaba varios años pero en cambio tenían una mentalidad equivalente a la de un adolescente. Siempre decían que estaban preparados para pasar al siguiente nivel de la relación, y luego les entraba el pánico cuando veían su cepillo de dientes al lado del suyo en el cuarto de baño.
Para Ben, en cambio, era obvio que el vivir juntos bajo el mismo techo no le suponía un problema. De hecho hasta el momento no lo había oído quejarse de nada.
Si no se andaba con cuidado acabaría enamorándose de él sin siquiera darse cuenta.
—Bueno, ¿qué te parece la casa? —le preguntó Ben.
—Es muy bonita —respondió ella—. Aunque por alguna razón no te imaginaba viviendo en una casa tan enorme. No es que me parezca que tener una casa grande sea algo pretencioso; es sólo que… no sé, no va con tu carácter.
—En realidad la idea de comprar esta casa fue de mi esposa Jeanette. Había crecido en un pequeño pueblo y soñaba con tener una gran casa para poder presumir de todo lo que había conseguido —le explicó con una sonrisa triste—. Irónicamente, no llegó a estrenarla. Cuando murió las reformas aún no estaban terminadas.
—Eso explica que todo parezca tan nuevo —comentó Tess.
—Sí, estuvo discutiendo cada detalle con el decorador durante meses. Estaba muy orgullosa de cómo estaba quedando la casa.
En los ojos de Ben se leía el cariño que había sentido por su difunta esposa, pero había en ellos algo más. ¿Arrepentimiento quizá?
—Debes de echarla mucho de menos.
—Bueno, hay cosas que sí, y cosas que no —respondió él—. Ningún matrimonio es perfecto —matizó ante la mirada curiosa que le dirigió Tess.
¿Significaba eso que habían tenido problemas en su matrimonio?, se preguntó Tess. No podía negar que sentía curiosidad, pero no era una chismosa. Si Ben quería hablarle de ello algún día, dejaría que lo hiciese por voluntad propia.
—Esto en cambio no parece nuevo —comentó acercándose a la mesa de billar y pasando la mano por la gastada felpa verde.
—No, he tenido esa mesa desde que era un chiquillo —respondió él, siguiéndola con la mirada, esa mirada tan intensa que la hacía estremecerse por dentro.
—¿Y juegas mucho?
—Sobre todo cuando no puedo dormir. Me ayuda a despejar la cabeza de pensamientos —contestó él—. ¿Sabes jugar?
—La verdad es que me va más el ping-pong, aunque tengo buenos recuerdos de cierta mesa de billar.
—¿De veras? —inquirió él.
Por la sonrisilla maliciosa que se había dibujado en sus labios, Tess supo exactamente lo que estaba pensando; lo mismo que pensaría cualquier hombre al oír eso.
—No te imagines cosas que no son —le dijo ella sin poder evitar sonreír también—. Lo decía porque me dieron mi primer beso sentada sobre el borde de una mesa de billar.
—Vaya, eso suena muy romántico —la picó él.
—Lo fue —asintió ella con un suspiro melancólico. Nunca olvidaría lo emocionante que había sido ese primer beso—. Me lo dio el hermano mayor de una amiga. Yo tenía quince años y él dieciocho.
—Hmm… así que era mayor que tú… —murmuró Ben divertido, sentándose en el borde de la mesa y cruzándose de brazos—. ¿Y cómo ocurrió?
Tess se sentó junto a él.
—Pues… mi amiga estaba arriba, ayudando a su madre con la cena, y yo estaba en el sótano con su hermano Noah, viéndolo jugar al billar. Estábamos charlando, y no recuerdo cómo en un momento dado me preguntó si tenía novio. Cuando le respondí que no me dijo que no podía creerse que una chica tan bonita como yo no estuviese saliendo con nadie. Luego quiso saber si me habían besado alguna vez, y yo, claro, me puse roja como un tomate.
—¿Y qué le dijiste?
—La verdad; que nunca me habían besado.
—¿Y él te tumbó sobre la mesa y te dio un beso apasionado?
Tess se rió.
—No, fue muy tierno. Yo estaba sentada en el borde de la mesa, con las piernas abiertas, igual que tú, y él estaba delante de mí; así —le explicó levantándose y poniéndose frente a él.
Ben descruzó los brazos, apoyó las manos en la madera, y por un instante a Tess le recordó a Noah. Los dos tenían el cabello castaño, el mismo aspecto de rebeldes sin causa, y en cierto modo incluso en la personalidad Ben le recordaba a Noah. Igual que él podía ser muy tierno cuando quería, y otras veces era igual de obstinado. Quizá por eso se sintiera tan atraída hacia él, porque le recordaba al primer chico que le había gustado de verdad.
—Bueno, ¿y qué pasó luego? —la instó Ben para que continuara.
—Pues me tomó de las manos y me atrajo hacia él.
—¿Así? —inquirió Ben tomándola de ambas manos y atrayéndola hacia sí.
Cuando sus piernas rozaron las de él el corazón de Tess palpitó con fuerza ante la inesperada proximidad.
—Sí —murmuró.
El recuerdo de lo nerviosa que se había sentido años atrás con Noah regresó a su memoria con la fuerza de una ola. Recordó exactamente el cosquilleo que le había recorrido la espalda, la suavidad y calidez de sus labios cuando habían rozado los de ella, lo dulce que había sido el beso en un principio y lo extraño pero también excitante que había sido cuando la lengua de Noah se había introducido en su boca… Había sido un beso con un sabor prohibido, una mezcla de tabaco, coca-cola, y deseo.
Los ojos de Ben escrutaron su rostro. Estaban tan cerca el uno del otro que Tess podía sentir el calor de su cuerpo aun a través de la ropa, y luego sintió la caricia de su aliento sobre sus labios cuando le preguntó:
—¿Y que hizo después?
Tess sabía que si se lo decía Ben la besaría. ¿Y quién sabía que pasaría entonces? Ella ya no era la chica inocente de quince años que había sido, aquella chica a la que el miedo la habría ayudado a echar el freno antes de que la situación escapara a su control. Ella en cambio, había perdido aquel miedo hacía tiempo, y no estaba segura de que fuese a ser capaz de parar, así que, a pesar de lo mucho que quería que Ben la besase en ese momento, sabía que no debía dejar que lo hiciese.
—Pues después de salir conmigo durante un par de semanas, dejó embarazada a una chica del instituto, Tracy Fay Bejarski, y sus padres los obligaron a casarse.
Ben captó la indirecta y cuando le soltó las manos Tess dio un paso atrás.
—Vaya, no es una historia con un final muy feliz.
—Yo me quedé hecha polvo —dijo ella—. Unos cuantos besos y ya estaba convencida de que era el amor de mi vida. Claro que yo no estaba a gusto en casa, con mi madre y mi padrastro, y supongo que por eso empecé a fantasear con que un día nos escaparíamos juntos. Y lo cierto es que debería sentirme agradecida de que lo nuestro no acabara en nada, porque luego me enteré de que se divorciaron después del cuarto hijo, de que él está trabajando en una gasolinera por las noches, y de que se pasa buena parte del día bebiendo en un bar.
—Señorito Benjamín…
Tess se volvió al oír la voz del ama de llaves, y al verla en el umbral de la puerta se preguntó cuánto rato llevaría allí, y cuánto habría oído.
—El almuerzo está listo —dijo la mujer.
—Gracias, Mildred. Subiremos enseguida —respondió Ben.
La señora Smith los miró con cierta suspicacia, pero luego se dio media vuelta y se marchó.
—Yo creo que no voy a comer —le dijo Tess a Ben—. Todavía estoy algo llena del desayuno. Iré a dar un paseo por los jardines.
—Como quieras; le diré a la cocinera que te guarde algo por si luego cambias de idea.
—Gracias.
Ben se levantó y se dirigió hacia la puerta, pero al llegar a ella se giró.
—¿Sabes?, sobre lo que has dicho antes… yo también creo que fue una suerte que no acabaras con el hermano de esa amiga tuya; te mereces algo mejor.
Quizá tuviera razón, pensó Tess, pero con el paso del tiempo ella había aprendido que cuanto menos esperase de la vida menos decepciones se llevaría.

Capítulo Seis
Cinco días después Ben estaba sentado frente a su ordenador borrando uno tras otro la docena de mensajes que su madre le había enviado por correo electrónico a lo largo de la semana, después de que hablaran por teléfono. ¿Por qué le había dado de pronto esa manía de que quería ir a verlo? Verdaderamente tenía el don de la oportunidad.
En ese momento se abrió la puerta de su despacho, y al alzar la vista vio a Tess allí de pie.
—Hola. ¿Ya has vuelto de tu paseo? —la saludó.
Tess avanzó hacia su escritorio con la misma mirada furibunda que le había dirigido cuando le había dicho que había mandado su coche al desguace.
—¿Dónde está? —le preguntó la joven, apoyando las manos en su mesa e inclinándose hacia delante, como si fuera a saltar sobre él.
Vaya, parecía que estaba enfadada. Ah, pero era tan adorable cuando se enfadaba…
—¿Dónde está el qué?
—Mi ropa —le contestó ella con los dientes apretados—. He subido a mi habitación a por ropa para cambiarme después de darme una ducha, y el armario está vacío.
—¿Vacío? —repitió él muy calmado, cruzándose de brazos y echándose hacia atrás en su sillón de cuero—. ¿Has mirado en la ropa sucia?
Tess puso los brazos en jarras y lo miró furibunda de nuevo.
—¿Por qué iba a estar mi ropa limpia, que estaba colgada en el armario esta mañana, con la ropa sucia? —quiso saber—. ¡Y mi ropa interior tampoco está en los cajones!
Ben se encogió de hombros.
—Era sólo una idea. Si quieres puedo preguntarle a la señora Smith si la ha visto.
Tess se puso roja de ira.
—Devuélveme mi ropa ahora mismo.
—No puedo devolverte algo que no tengo —le contestó él. Se levantó, fue hasta la chimenea, y tomó el atizador para remover los rescoldos.
Ella lo miró espantada.
—No habrás sido capaz…
Ben volvió a colocar el atizador en su sitio y se volvió hacia ella.
—¿Capaz de qué? —inquirió frunciendo el entrecejo.
La joven fue hasta donde estaba y se quedó mirando la chimenea con la misma expresión de horror escrita en el rostro antes de alzar el rostro hacia él completamente furiosa.
—¡¿Has quemado mi ropa?!
Por más que lo intentó, finalmente Ben no pudo contener la sonrisilla que estaba intentando asomar a sus labios.
—¡Oh, Dios mío! ¿Y encima te parece gracioso? —exclamó Tess.
Lanzó una mirada en derredor, como si estuviese buscando algo que pudiese arrojarle.
—Necesitas ropa nueva, Tess. Si no, no estarías poniéndote vaqueros que ni siquiera puedes abrocharte.
—¿Qué…? Yo no… —balbució ella, tirándose de la blusa hacia abajo—. ¿Y eso qué tiene que ver?
—El otro día me dijiste que tenías dinero, ¿no? Entonces, ¿qué problema hay? Cómprate ropa nueva y ya está.
—Sí, tengo dinero, ¡pero no como para comprarme de golpe un vestuario entero!
—Bueno, en ese caso yo tengo la solución perfecta —le dijo sacándose del bolsillo la tarjeta de crédito que se había negado a aceptar días atrás—: usa esto.
—Eres increíble; siempre tienes que salirte con la tuya, ¿no es eso?
—Vamos, Tess, tómala. Guarda tu dinero para cuando te haga falta de verdad.
Tess parecía a punto de explotar de pura frustración.
—No lo entiendes, ¿verdad? No me siento cómoda teniendo que aceptar más dinero tuyo. Detesto tener que deberle nada a nadie.
—No me debes nada porque no me lo estás pidiendo; soy yo quien te lo está ofreciendo.
Tess lo miró como si estuviera loco.
—¿Y qué diferencia hay?
—Tess… ¿tienes idea de cuánto dinero tengo?
—Sí; demasiado —le contestó ella irritada.
—Precisamente por eso. Déjame hacer esto por ti. Por favor.
Finalmente la expresión de Tess se suavizó.
—Está bien —le dijo—, pero pienso devolverte todo el dinero que gaste. No sé cuándo, ni cómo, pero te devolveré hasta el último centavo.
—Si así te quedas más tranquila, por mí perfecto —le respondió él, omitiendo que jamás aceptaría dinero de ella.
Le tendió la tarjeta y después de tomarla a regañadientes, Tess le advirtió:
—Espero que no pienses ni por un segundo que esto te exime de lo que has hecho. Aún sigo enfadada contigo, así que si vuelves a hacer algo como esto, seré yo quien te queme la ropa… y tendrás que ir a comprarte ropa nueva desnudo porque no te dejaré ni un calcetín.
Las comisuras de los labios de Ben se arquearon en una sonrisa divertida. La creía capaz de cumplir su amenaza.
—Lo recordaré.
Tess sacudió la cabeza, murmurando algo entre dientes, y se dio la vuelta para marcharse.
—¿Te veré en la cena? —le preguntó Ben.
Cada noche desde la llegada de Tess había compartido el almuerzo y la cena.
—Quizá sí… o quizá no —le contestó ella mirándolo por encima del hombro—; depende de lo enfadada que esté aún contigo cuando llegue la hora de la cena.
Y dicho eso salió del despacho dando un portazo.
Ben esbozó una media sonrisa. Sabía que sí bajaría a cenar porque, por muy enfadada que estuviese, había visto una expresión velada de alivio en su rostro al tomar la tarjeta.
Era obvio que necesitaba comprarse cosas, pero no quería gastarse los ahorros que le quedaban. Tess era de esas mujeres que se preocupaban por guardar siempre un poco para sentirse más seguras, por lo que pudiese ocurrir.
Lo que parecía que todavía no había comprendido, o quizá simplemente se negase a aceptarlo, era que nunca más tendría que preocuparse por el dinero. Él cuidaría de ella durante el resto de su vida. Cuando hacía una promesa la cumplía.
—Me temo que he vuelto a comer de más —dijo Tess llevándose una mano al estómago cuando hubo terminado su mousse de chocolate—, pero es que estaba todo riquísimo.
Ben, que estaba sentado frente a ella, tomó un sorbo de su café y sonrió.
—Se lo diré a la cocinera de tu parte.
Tess se echó hacia atrás en el asiento y exhaló un suspiro de satisfacción. Aunque en un principio había pensado no bajar a cenar para castigar a Ben por la treta que le había jugado esa tarde, finalmente había decidido perdonarlo.
Al fin y al cabo no es que estuviese intentando controlarla; sólo quería cuidar de ella; y resultaba difícil enfadarse con un hombre por ser tan bueno y generoso. Y tampoco podía negar que haber ido a la ciudad en un coche de cincuenta mil dólares y comprar toda la ropa que se le había antojado había sido increíble.
Después de ir de tienda en tienda durante dos horas se había sentido un poco como Julia Roberts en Pretty Woman, con la diferencia de que ella no era una prostituta, y de que en la película Edward no había dejado embarazada a Vivian.
Y aquello tampoco era una historia de ficción, sino la vida real. Ben no le propondría matrimonio, ni se la llevaría en una limusina al atardecer, ni vivirían felices para siempre.
—Bueno, ¿qué te apetece hacer ahora? —le preguntó Ben, dejando su servilleta sobre la mesa.
Tess se encogió de hombros.
—Pues, no sé… ¿qué te apetece hacer a ti?
—¿Qué tal una partida de billar?
Había estado intentando enseñarle a jugar, pero a Tess se le daba bastante mal.
—¿Para qué?, ¿para que vuelvas a dejarme en ridículo?
—Está bien; descartamos el billar. Hay otras formas de divertirse —dijo él con una sonrisa misteriosa.
¿Qué estaría tramando?, se preguntó Tess. Pensándolo bien quizá sería mejor no preguntar.
—Ya te he dicho que los videojuegos no me van, y soy malísima jugando al futbolín.
—Sí, pero podemos hacer otra cosa.
—¿Una partida de dardos?
—No.
A Tess estaba empezando a picarle la curiosidad, y con Ben eso podía resultar peligroso.
Desde aquel día en que casi la había besado por el momento los dos habían logrado guardar las manos para sí. Los ojos eran otra cuestión. Había pillado a Ben mirándola una infinidad de veces, observándola, pero no de una manera que la incomodara. Más bien la excitaba, y eso la tenía un tanto preocupada.
—¿Entonces de qué se trata?
—Enseguida lo verás —le respondió él levantándose y haciéndole un gesto con la cabeza para que lo acompañara.
Tess se levantó también y lo siguió abajo preguntándose qué se le habría ocurrido. No tuvo que esperar mucho para averiguarlo. Cuando entraron en la sala de recreo y Ben encendió la luz vio allí en medio una mesa de ping-pong.
Dejó escapar un gemido y sacudió la cabeza.
—No puedes pasarte una semana sin gastarte dinero en mí, ¿verdad?
Ben se encogió de hombros.
—Bueno, era esto o comprarte el poni —le dijo con una sonrisa.
Aquel hombre no tenía remedio.
—Me reitero en que tienes demasiado dinero.
Él sonrió de nuevo y le tendió una pala.
—¿Quieres jugar o no?
—Pues claro que quiero —le contestó muy altiva tomando la pala—, aunque te advierto que soy muy buena. Puedo acabar magullando tu orgullo.
—Eso está por ver —respondió él divertido poniéndose a un lado de la mesa.
—Vas a perder, Ben —lo picó ella con una sonrisa malévola—. Diez pavos a que te doy una paliza.
Y se la dio… y no sólo una vez, aunque luego Ben se tomó la revancha haciéndole jugar con él una partida de billar.
Tras una hora de dura competición hicieron un descanso y Ben sacó sendas botellas de agua para ambos de un minibar que había en un rincón.
—Ha sido divertido; hacía mucho que no jugaba al ping-pong —le dijo Tess—. Aunque tengo curiosidad: ¿qué harías si yo no estuviera aquí?, ¿si fuera un viernes por la noche normal y corriente?
Ben se apoyó en el mueble del minibar y tomó un trago de agua.
—Supongo que estaría trabajando en mi despacho o viendo la televisión.
—Vaya. ¡Y yo que creía que la gente de Hollywood se pasaban los fines de semana yendo a fiestas o a clubes nocturnos!
—Bueno, eso era lo que le gustaba hacer a Jeanette.
—¿Y a ti no?
—De vez en cuando me gusta salir, pero la verdad es que soy más bien casero.
Tess se inclinó hacia delante, apoyando los codos en el minibar y la barbilla entre las manos.
—A mí me pasa lo mismo. Dame una buena película, un cuenco con palomitas y un sofá en el que acurrucarme y me harás una mujer feliz.
—¿Qué clase de películas te gustan?
—Mmm… de ningún género en concreto; me gusta un poco de todo. Soy una auténtica cinéfila. Alquilo tantas al mes que los empleados del videoclub me conocen por mi nombre.
—Pues en ese caso voy a enseñarte algo que creo que te gustará.
Tess frunció el entrecejo.
—Oh—oh… Ya vuelves a tener esa expresión. ¿Qué más me has comprado?
Ben se echó a reír.
—No se trata de nada que haya comprado; te doy mi palabra.
La condujo a la sala de proyecciones, y luego hasta una de las paredes recubiertas de madera.
—Aquí… —le dijo señalando un panel— hay una puerta secreta.
Tess se acercó y miró el panel con los ojos entornados.
—Vaya, es verdad. ¿Y qué hay detrás, una caja fuerte?
—Ábrela.
—¿Cómo? No tiene picaporte ni nada.
—Empuja en el lado derecho.
Tess hizo lo que le decía y la puerta oculta se abrió un poco. Le lanzó una mirada a Ben, como si no estuviese segura de poder fiarse de él.
—¿Me prometes que no hay un poni ahí dentro?
Ben esbozó una sonrisa divertida.
—Te lo prometo.
Tess abrió la puerta del todo, Ben accionó un interruptor, y lo que la joven vio ante sus ojos la dejó boquiabierta.
—Madre mía… —murmuró entrando en la sala que escondía la puerta oculta.
Las cuatro paredes estaban cubiertas por estanterías que iban del suelo al techo, igual que las de la biblioteca, sólo que llenas de películas en formato DVD.
—¿Te gusta?
—¿Que si me gusta? Es alucinante.
Ben la observó sonriente mientras iba de estantería en estantería, pasando la mano por las filas y filas de películas con expresión embelesada.
—Yo también soy un cinéfilo, como puedes ver.
—¿Y las has visto todas?
—La mayoría sí, aunque hay un montón de películas antiguas que he comprado hace poco porque las han sacado en formato DVD y todavía tienen el envoltorio.
—Me encantan las películas antiguas —le dijo Tess—; sobre todo las de John Wayne y Jimmy Stewart. Oh, y soy una fan total de Hitchcock. Psicosis es una de mis películas de terror favoritas.
—¿Te apetece que veamos algo?
A Tess se le iluminaron los ojos.
—¿Podemos?
—Pues claro; a menos que estés cansada —contestó él.
Normalmente Tess se retiraba a su habitación antes de las diez y ya eran casi las nueve y media.
—Bueno, no me pasará nada por quedarme levantada un día hasta más tarde —contestó ella—. ¿Cuál vemos?
—La que tú quieras; escoge tú. Están colocadas por orden alfabético y género.
Tess giró lentamente sobre los talones para mirar en derredor.
—Ni siquiera sé por dónde empezar —murmuró—. Sólo en esta balda veo cuatro o cinco posibilidades —dijo acercándose a una estantería.
—También tengo varios packs de series de televisión.
Tess siguió mirando y finalmente escogió.
—¿Qué te parece ésta? —le dijo a Ben, enseñándole una película de Katherine Hepburn y Spencer Tracy—. Ni me acuerdo de cuándo la vi.
—Por mí estupendo —asintió él tomándola.
Salieron de la sala y mientras Ben se dirigió al reproductor de DVD para meter la película se volvió hacia Tess y le dijo:
—Siéntate donde quieras.
Tess tomó asiento en uno de los dos sofás.
—Oye, Ben —lo llamó en un tono vacilante.
—¿Sí? —contestó él mientras encendía el reproductor.
—No, nada; sólo quería darte las gracias.
Ben se volvió y la miró confundido.
—¿Por ponerte una película?
—No; por todo —contestó ella con una sonrisa.
Ben sonrió también.
—No hay de qué.
Pasaban de las once cuando terminó la película que estaban viendo. Claro que durante la mayor parte de la misma Ben apenas había mantenido la vista en la pantalla. Observar a Tess, que estaba tumbada en el otro sofá, le resultaba mucho más interesante.
¿Cómo podía ser que nunca se cansaba de mirarla? No era el tipo de mujer que entraba en una sala y dejaba a todos los hombres boquiabiertos ni mucho menos. Su belleza era una belleza sutil.
Del mismo modo en que de Jeanette lo habían atraído su fogosidad y su pasión por vivir, de Tess lo atraía todo lo contrario: su naturaleza callada y su determinación. Había conocido a muchas mujeres a lo largo de su vida, pero jamás a ninguna como ella.
Cuando los créditos empezaron a aparecer en la pantalla Tess giró la cabeza hacia él y le sonrió.
—Esta película es genial por muchas veces que la veas, ¿verdad? —dijo antes de desperezarse con un bostezo—. Me quedaría a ver otra, pero me estoy cayendo de sueño. A estas horas ya suelo estar durmiendo.
Ben encendió la lamparita que había junto al sofá en el que él estaba sentado y apagó el televisor y el reproductor de DVD con el mando a distancia.
—Si quieres mañana por la noche podemos ver otra.
Se puso de pie y fue junto a ella para ofrecerle una mano y ayudarla a levantarse. Tess la aceptó y dejó que tirara de ella para incorporarse.
—Vamos, te acompañaré a tu habitación.
Tess volvió a bostezar y subieron juntos las escaleras. La señora Smith y el resto del servicio ya se habrían acostado, siendo la hora que era, y la mayoría de las luces estaban apagadas.
—Me parece que mañana voy a levantarme por lo menos a mediodía —dijo Tess—. No sé qué me pasa últimamente, pero si no duermo al menos ocho horas por la mañana estoy medio zombi.
—A Jeanette le pasó lo mismo durante el embarazo —se encontró Ben contestándole sin saber por qué.
No lo molestaba hablar de su esposa, pero hablar de su embarazo se le hacía aún muy difícil. Demasiados recuerdos.
Tess se pasó una mano por el vientre con una sonrisa en los labios.
—Bueno, a pesar de todo merece la pena.
—¿Te da patadas ya? —se oyó Ben a sí mismo preguntar.
¿Por qué le había preguntado eso? No quería saber más de lo necesario; no quería implicarse emocionalmente en el embarazo de Tess. Lo único que importaba era que el bebé naciese sano.
—No, todavía no. Aunque supongo que pronto empezará a darlas. La semana que viene ya estaré de cinco meses.
Cinco meses ya… Lo cual significaba que casi hacía un mes desde el día en que había ido a decirle que estaba embarazada. A Ben le parecía que hubiera sido el día anterior, pero en cambio era como si la conociese de toda la vida. ¿Tenía aquello algún sentido?
—Si quieres puedo dejarle una nota a la señora Smith para que mañana te suban el desayuno un poco más tarde.
—Si no es molestia te lo agradecería —respondió ella.
Cuando llegaron a la habitación de Tess los dos se detuvieron junto a la puerta, y la joven alzó la vista hacia Ben con una sonrisa adormilada pero feliz.
—Lo he pasado muy bien esta noche —le dijo.
—Yo también.
Tess giró la cabeza hacia la puerta; luego volvió a mirarlo a él, y se mordió el labio inferior.
—¿Ocurre algo? —inquirió él.
—No, es sólo que… —murmuró ella bajando la vista.
—¿Qué? —la instó Ben a continuar.
Tess no le contestó, sino que antes de que pudiera reaccionar se puso de puntillas y le rodeó el cuello con los brazos.

Capítulo Siete
Para su sorpresa, cuando sintió el cuerpo de Tess apretado contra el suyo, Ben no sintió culpabilidad, ni pesar, sino una oleada de deseo que se lanzó sobre él como un animal salvaje, clavándole las garras en la carne hasta llegar al hueso.
De pronto fue como si el aroma de Tess lo envolviera, un aroma dulce y sensual, el mismo que recordaba de aquella noche en que habían hecho el amor, pero también distinto en cierto modo. ¿Podría ser «maternal» la palabra? ¿Tenían las embarazadas un olor especial? Fuera como fuera era un aroma increíblemente erótico.
Y era tan agradable tenerla entre sus brazos, sentir su mejilla apoyada en su pecho, la suave caricia de su cabello bajo su barbilla… Si no fuera por el bebé…
Debería haberle dado unas palmaditas en la espalda y haber retrocedido, pero sin que fuera siquiera consciente de ello sus brazos le habían rodeado la cintura. Luego una mano había subido hasta la nuca, los dedos se habían enredado en los sedosos mechones rubios, y la otra había descendido hasta el hueco de la espalda.
Era curioso como tenerla abrazada a él en ese momento producía en él la misma sensación que había experimentado aquella noche en el hotel, meses atrás. Era como… como llegar a casa después de un largo día, a un lugar cálido y familiar.
Quería volver a hacerle el amor, como aquella noche, hundirse en su interior y fundirse con ella.
Y Tess se daría cuenta en cuestión de segundos de hasta qué punto lo deseaba si no se apartaba de ella.
Tess, ajena a sus pensamientos, exhaló un suspiro de dicha. Probablemente era sólo una ilusión, pero en ese instante se sentía tan unida a él…
Cuando le había preguntado si el bebé ya daba patadas le había sido casi imposible contener su entusiasmo y no empezar a contarle cada detalle del embarazo, pero lo había hecho. Sabía muy bien que no estaba preparado para oírle hablar de aquello, no cuando aún no había superado la muerte de su esposa y su hijo.
Cerró los ojos e inhaló el masculino aroma de su colonia. Podía sentir el calor de su cuerpo a través de la ropa, y de pronto se descubrió a sí misma deseando que la tocara, que la besara…
Dios, sólo pensar en las cosas que aquel hombre era capaz de hacer con esa boca… Sus besos aquella noche la habían hecho derretirse por dentro, y en ese momento estaba volviendo a su mente cada pequeño detalle: el modo apasionado pero tierno en que la había acariciado; cómo le había devuelto multiplicado por dos el placer que ella le había dado; cómo se había preocupado por satisfacerla a ella antes que a él…
Lo cierto era que había sido tan perfecto, tan increíblemente maravilloso, que la había asustado un poco. Después de que Ben se durmiera, ella se había quedado allí tendida, preguntándose qué había hecho. No sabía nada de él; se suponía que ya no era una adolescente irresponsable; ¡lo había conocido en un bar, por amor de Dios!
Y por si aquello fuera poco le había dejado muy claro que no quería una relación, pero ella había ignorado por completo a la voz de su conciencia y estaba empezando a enamorarse de él.
—Tess… —murmuró Ben poniendo una mano en su mejilla y alzándole el rostro para que lo mirara.
El pasillo estaba en penumbra, pero Tess pudo leer el deseo en sus ojos cuando bajó la vista hacia ella.
Iba a hacerlo; iba a besarla… Sabía que era un error, que aquello no estaba bien, pero llevaba tanto tiempo ansiando aquello que casi se sentía aliviada de que por fin fuera a hacerlo.
Ben empezó a inclinar la cabeza. Sus labios estaban cada vez más cerca de los de ella, y Tess, algo embriagada por el deseo, cerró los ojos y esperó. Podía ya sentir el aliento de Ben y las rodillas le temblaban.
—Tess… —volvió a susurrar él.
La joven contuvo la respiración, pero la boca de Ben no se posó sobre la suya, sino que depositó un leve beso en su mejilla, y luego se apartó.
—Buenas noches, Tess.
Cuando abrió los ojos Ben se alejaba ya por el pasillo, y ella se quedó sola allí de pie, demasiado aturdida para moverse o articular sonido alguno.
No sabía si debía sentirse dolida porque la hubiese rechazado, o aliviada, o simplemente agradecida de que Ben hubiese tenido más sentido común que ella y hubiese echado el freno a tiempo.
En ese momento lo único que sabía era que se sentía confundida. Si la deseaba… y había notado la prueba de ese deseo contra su vientre… ¿por qué se había marchado?
Tess apoyó la espalda contra la puerta, todavía temblorosa. Tenía la impresión de que habían llegado a una encrucijada y que antes o después tendrían que decidir qué camino iban a seguir.
Ben estaba sentado en su despacho, tomando una segunda taza de café y leyendo el correo electrónico cuando algo le hizo levantarse e ir a mirar por la ventana. Justo como había imaginado Tess estaba allí fuera, paseando por los jardines. Era como si le hubiesen salido antenas; como si hubiese desarrollado un sexto sentido que le hiciese intuir su presencia.
En sólo un mes se había convertido en parte de su vida, y le costaba hacerse a la idea de que se marcharía cuando diese a luz, y de que las cosas cambiarían.
Apoyó la frente contra el frío cristal y la observó mientras caminaba, fijándose en los cambios que poco a poco habían ido produciéndose en su figura. Además sólo faltaban ya unas semanas para la llegada del verano, y el tomar el sol durante sus paseos había hecho que su piel adquiriera un bonito tono dorado.
Desde aquella noche en que casi la había besado habían conseguido guardar las distancias. Era como si hubiesen llegado a un acuerdo tácito por el cual ninguno traspasaría los límites de una convivencia de amigos sin derecho a roce.
Había veces en que él conseguía pasarse un día entero sin tener un solo pensamiento indebido, pero cuando de pronto ella le sonreía con esa mezcla de picardía y dulzura que la caracterizaba, o cuando le rozaba el brazo con la mano al pasar, tenía que hacer un esfuerzo inmenso para no sucumbir a la tentación.
Y aun así, a pesar de sus esfuerzos por comportarse, había una tensión creciente entre ellos, y Ben tenía la sensación de que antes o después, aquello iba a explotar por algún sitio.
Aunque desde la muerte de Jeanette casi nunca abandonaba la casa, en ese momento sintió un impulso de hacerlo. Salió a los jardines, y encontró a Tess agachada frente a un parterre, inhalando el perfume de una flor que tenía en la mano.
—Buenos días —la saludó.
Tess alzó la vista y se hizo visera con una mano para protegerse los ojos del sol.
—Ah, hola —lo saludó a su vez con una amplia sonrisa—. Has salido de la casa.
Por el tono que había empleado parecía que aquello la había sorprendido, pero también que le agradaba el cambio.
—Y no te has convertido en ceniza —comentó ella divertida.
Ben frunció el entrecejo.
—¿Ceniza?
—Bueno, es que como en la casa las cortinas casi siempre están corridas y hay tan poca luz, al principio cuando vine a vivir aquí pensé que a lo mejor eras un vampiro —bromeó ella—. Incluso pensé en colgarme en el cuello una ristra de ajos por si acaso.
Ben no pudo reprimir una sonrisa.
—¿Vas a ponerlas en tu habitación? —le preguntó señalando con la cabeza el ramillete de flores que tenía en las manos.
—Espero que no te moleste; el jardinero me ha visto antes y me ha echado una mirada asesina.
—Pues claro que no me molesta —replicó él—. Está bien que alguien disfrute de las flores —le dijo tendiéndole una mano para ayudarla a levantarse.
La mano de Tess, pequeña y cálida, asió la suya, y cuando la joven ya estuvo de pie Ben tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para soltársela porque el solo contacto resultaba tan agradable que no sentía deseo alguno de hacerlo.
Y precisamente por eso, para evitar nuevas situaciones de «peligro», se metió las manos en los bolsillos.
—¿Quieres pasear conmigo un poco? —le preguntó Tess—. Por favor… sólo unos minutos —le insistió cuando lo vio girar la cabeza hacia la casa.
¿Cómo podría negarse cuando se lo pedía así?
—Está bien, pero sólo unos minutos —asintió.
Mientras paseaban por el camino de tierra que bordeaba parterres y extensiones de verde césped, árboles y arbustos, charlaron sobre la película que Ben estaba pensando en producir, pero al cabo de un rato se quedaron los dos callados, disfrutando simplemente del sol, del entorno, y de la compañía del otro. Ben se sentía tan cómodo con ella que en ese momento le habría parecido lo más natural pasarle una mano por los hombros, o por la cintura, pero no lo hizo. No debía. Sin embargo sabía que aquello era una sola batalla, y que tendría que vencer en muchas otras para ganar la guerra, lo cual sin duda iba a volverse más y más difícil cuanto más tiempo pasasen juntos.
—Hace un día espléndido, ¿verdad? —comentó Tess.
—Sí, es verdad, aunque por desgracia dentro de un momento tendré que volver dentro —contestó él mirando su reloj de pulsera—. Estoy esperando una llamada a las once.
Tess levantó el ramillete de flores e inhaló su perfume.
—¿Sabes dónde podría encontrar un jarrón vacío para ponerlas en agua? —le preguntó a Ben.
—Pregúntale a la cocinera. Quizá haya alguno en la cocina.
—¿A la cocinera? Creía que no hablaba inglés.
—Si le hablas despacio sí te entiende, pero, por si te ayuda, la palabra que se usa en español es «florero».
—No sabía que hablases español.
—Bueno, varias personas del servicio en casa de mis padres eran latinoamericanas, y de los que trabajan para mí también unos cuantos lo son. Con el tiempo vas aprendiendo palabras y expresiones.
—¿Y qué más sabes decir?
—Pues no sé; a ver… —murmuró Ben alzando la vista hacia el cielo, como pensativo—. Tus ojos brillan más que las estrellas —le dijo en español.
Tess se rió.
—Eso es más que unas cuantas palabras sueltas.
Ben sonrió.
—Está bien; lo admito: estudié algo de español hace años.
—¿Algo? —repitió ella divertida, como si supiese que estaba quitándose mérito.
—De acuerdo; en realidad lo estudié durante cuatro años.
—¿Y qué significa lo que has dicho hace un momento?
—Que tengo que volver al trabajo —contestó él, aprovechando la ocasión, pues si no sabía que no se iría nunca.
Por primera vez en mucho tiempo tenía ganas de quedarse allí fuera, disfrutando del buen tiempo… y de la compañía.
—Mentiroso.
—¿Quién, yo? —dijo Ben enarcando las cejas y haciéndose el inocente.
—No estoy segura de qué significa exactamente lo que dijiste antes, pero sé que era algo de «ojos» y «estrellas».
Ben la miró sorprendido.
—Yo también sé un poquito de español —le explicó Tess con una sonrisa picara.
Un mes antes, si alguien le hubiera dicho que iba a estar viviendo en casa de Ben, que a pesar de depender completamente de él, iba a disfrutar de la experiencia, no se lo habría creído. Pero así era; se sentía muy a gusto allí con él, y le daba pena pensar que un día aquello se acabaría, pero para entonces probablemente estaría demasiado ocupada con el bebé como para echar de menos a Ben. O al menos esperaba que fuese así.
—¿Sabes, Ben?, a pesar de que empezamos con mal pie te considero un amigo.
—Yo también te considero una amiga —le dijo él—, y quisiera que las cosas pudieran seguir como están, pero cuando nazca el bebé…
Ben no acabó la frase y Tess comprendió que estaba buscando la manera de decirle sin herir sus sentimientos que entonces su amistad tendría que acabarse.
—Lo sé. Yo me marcharé, tú te quedarás aquí, y no volveremos a vernos —murmuró.
—No es por ti, Tess.
No, era por el bebé, lo cual era aún peor, pero ella lo entendía, o al menos intentaba entenderlo.
—Está bien, Ben, no te preocupes; lo comprendo.
No, nada de aquello estaba bien. Le dolía que no quisiera a aquel bebé, a su propio hijo, pero por desgracia no había nada que ella pudiese hacer para hacerlo cambiar de opinión.
Ben se quedó callado un buen rato, mirándola, como si quisiera decir algo, pero después de alzar una mano vacilante y apartar un mechón de su rostro, se dio media vuelta y se alejó hacia la casa.
Tess no podía dormir. Pasaba de medianoche y no podía dejar de dar vueltas en la cama ni de pensar en la conversación que había tenido esa mañana con Ben.
Después de aquello los dos habían hecho como si nada hubiese cambiado… pero no era cierto. Tess ya sabía que Ben no quería al bebé que estaba creciendo en su vientre, o más bien que se negaba a sí mismo la posibilidad de quererlo, pero oírlo de sus labios había sido tan duro…
Ya iba siendo hora de que le echara el cerrojo a su corazón y se tragase la llave. Se giró sobre el costado y miró el reloj sobre la mesilla de noche. Las doce y cuarto.
Y por si fuera poco estaba empezando a notar ardores en la boca del estómago. Otro de los inconvenientes del embarazo. Quizá un poco de leche templada le fuese bien.
Se bajó de la cama, se puso la bata, y bajó las escaleras a tientas pues no quería despertar a nadie.
Había entrado más bien poco a la cocina, por lo que le llevó un buen rato encontrar una taza, y luego también se las vio y se las deseó para averiguar cómo poner en marcha el sofisticado microondas.
Salía ya de la cocina con su taza de leche dispuesta a volver a su dormitorio cuando se le ocurrió que podía ir a la sala de estar donde Ben tenía el equipo de música. La música siempre la ayudaba a relajarse, y el día anterior había visto que Ben tenía su disco preferido de Van Morrison.
Cuando entró cerró tras de sí, pero en vez de encender la luz cruzó la habitación a oscuras y accionó el interruptor de la chimenea eléctrica, que se encendió al momento, iluminando la estancia con una luz cálida y difusa.
Luego fue hasta donde estaba el equipo de música, introdujo el CD en la platina, presionó el botón de reproducción y el sonido de un saxofón inundó la habitación.
Tess tomó un sorbo de leche, dejó el vaso sobre la repisa de la chimenea, y cerró los ojos mientras comenzaba a balancearse suavemente al ritmo de la música.
Tiempo atrás había soñado con dedicarse a la danza. De hecho, había empezado a asistir a clases de ballet a los cuatro años, y se le daba tan bien que incluso cuando su madre le dijo a su profesora, la señorita Engals, que no podía seguir pagando, ésta continuó dándole clases gratis.
Con el tiempo Tess incluso había empezado a pensar que quizá su habilidad para la danza podría ayudarla a salir de la pequeña ciudad en la que había nacido, pero a los catorce años sufrió un accidente de coche con su padrastro. Borracho, como de costumbre, había estampado el coche contra un árbol, y el impacto le destrozó el tobillo a Tess. Después de tres operaciones pudo volver a andar, pero su sueño de convertirse en una bailarina profesional había quedado truncado.
Era una más de las cosas que su padrastro le había arrebatado.
Sin embargo compadecerse de sí misma sólo la haría sentirse deprimida e irritada, así que apartó aquellos pensamientos negativos de su mente y se concentró en la música, dejándose arrastrar a un lugar imaginario donde no existían los problemas ni las complicaciones.
Quizá por eso se había sentido atraída hacia Ben aquella noche en que la había invitado a bailar.
Bueno, lo cierto era que no la había «invitado» exactamente. Sencillamente sus ojos se habían encontrado con los de ella, se había acercado a la barra, y le había tendido una mano en una invitación muda que ella había aceptado sin pensar.
La mayoría de los hombres a los que había conocido eran pésimos bailarines, pero cuando Ben la había tomado en sus brazos y habían comenzado a moverse al ritmo de la música, perfectamente sincronizados, había sabido en ese mismo instante que acabaría pasando la noche con él.
Parecía como si hiciese una eternidad de aquello, y habían cambiado tantas cosas desde entonces…
Hizo un giro para acompañar los últimos compases de la melodía, sintiéndose maravillosamente libre, y en ese momento, cuando la música terminó, escuchó aplausos.
Al principio creyó que eran del CD, pero luego se dio cuenta de que el ruido procedía del otro extremo de la sala, y al volverse vio una figura alta en la penumbra.
De su garganta escapó un gemido ahogado de sorpresa, y se tapó nerviosa con la bata.
—¿Quién es?
Cuando la figura dio un paso adelante la tenue luz de la chimenea la iluminó, dejándole ver que se trataba de Ben, que lucía unos pantalones de pijama de color azul oscuro, y una sonrisa sensual en los labios. Oh, Dios.
—Me has asustado —murmuró Tess cerrándose la bata. De pronto se sentía desnuda, vestida sólo con el fino camisón—. ¿Cuánto rato llevas ahí?
Ben no contestó, pero sus ojos recorrieron con parsimonia su figura, desde los pies descalzos hasta su cabello revuelto, y a juzgar por la expresión divertida en su rostro Tess se dijo que probablemente llevaba bastante.
—¿Te he despertado? ¿se oye arriba la música? —le preguntó Tess.
Ben negó con la cabeza y avanzó lentamente hacia ella.
—No podía dormir, así que pensé en bajar a por un libro y a escuchar un poco de música.
La luz de la chimenea arrojaba sombras sobre él, acentuando cada centímetro de su bien definido tórax, de sus anchos hombros y de sus fuertes brazos. Dios, se había olvidado de lo increíble que era su cuerpo desnudo.
Y eso que no estaba exactamente desnudo… no por completo al menos. El mero recuerdo de lo que tapaban aquellos pantalones de pijama hizo que una oleada de calor la invadiera.
—No sabía que bailases —le dijo Ben, que seguía acercándose a ella.
—Y no bailo. Bueno, quiero decir que ya no bailo. Hace ya tiempo sí que bailaba —respondió ella sintiéndose como una tonta.
Su espalda chocó contra la repisa de la chimenea, y sólo entonces se dio cuenta de que, al mismo tiempo que él estaba avanzando hacia donde se encontraba, ella había estado retrocediendo.
De pronto se encontraba acorralada, sin escapatoria posible, y él seguía acercándose, como un depredador a punto de saltar sobre ella.
Ben acortó la escasa distancia que quedaba entre ambos, plantó las palmas de las manos contra la repisa, aprisionándola, y aunque sus cuerpos no se tocaban, estaban lo bastante cerca como para sentir su calor corporal.
Y oh, Dios, qué bien olía. A gel de ducha, y a colonia, y a altershave.
—Me prometí a mí mismo que no volvería a besarte; que no volvería a tocarte —murmuró mirándola a los ojos.
Tenía gracia; también ella se había hecho la misma promesa. Y aunque quería que lo hiciera, que la tocara y que la besara, sabía muy bien qué ocurriría si lo hacía.
La parte racional de su cerebro le decía que aquello sería un error, pero por desgracia la parte irracional estaba hablándole mucho más alto en ese momento, diciéndole que aquello era el destino.
—¿Has vuelto a pensar en aquella noche que pasamos juntos? —le preguntó Ben escrutando su rostro.
¿Que si había vuelto a pensar en ello? Pensaba en ello constantemente. Se preguntaba qué habría pasado si no se hubiese marchado cuando él se había quedado dormido; qué habría pasado si el preservativo no hubiera fallado.
¿Acaso importaba nada de aquello en ese momento? Los ojos de Ben estaban mirándose en los suyos, llenos de deseo y de afecto, y Tess se notó estremecer por dentro. Hasta aquel instante no había sido consciente de hasta qué puntó quería que la besara.
—No deberíamos —murmuró Ben.
Y sin embargo al tiempo que lo decía estaba agachando la cabeza.
—Es cierto; no deberíamos —asintió ella mientras se ponía de puntillas—, pero hagámoslo de todos modos.

Capítulo Ocho
Nunca dejaría de sorprender a Tess lo excitante que podía ser besar a Ben. Cuando sus labios se tocaron por fin sintió que le flaqueaban las piernas, y el beso pronto se tornó de lo más apasionado, como si estuviesen intentando recuperar el tiempo perdido.
Ben tomó el rostro de Tess entre ambas manos, haciéndole ladear un poco la cabeza para colocarla en el ángulo perfecto, y ella enredó los dedos en su cabello.
Los brazos de Ben le rodearon entonces la cintura, atrayéndola hacia sí, y Tess sintió que en ese momento le pertenecía, en cuerpo y alma, que era algo contra lo que no podía luchar.
Cuando finalmente Ben despegó sus labios de los de ella los dos estaban jadeantes.
—No deberíamos estar haciendo esto —murmuró él antes de empezar a besarla de nuevo.
Tess no podía dejar de responderle. Estaba comportándose de un modo irresponsable, y lo peor era que por eso mismo se sentía maravillosamente.
Ben ya estaba desvistiéndola. Primero le quitó la bata y la dejó caer al suelo antes de comenzar a besar cada centímetro de piel que había dejado al descubierto: los hombros, la garganta, la parte superior del pecho…
Luego sus labios volvieron a ascender beso a beso hasta regresar a la boca de ella, al tiempo que sus manos continuaban conquistando el territorio de su cuerpo. Le bajó los tirantes y Tess supo entonces que en unos pocos segundos estaría desnuda.
—Ben… la señora Smith… —murmuró—. ¿Y si se levanta y…?
—Le eché el pestillo a la puerta al entrar.
—Sí, pero si se despierta ella o alguien del servicio y nos oyen sabrán exactamente lo que estamos haciendo.
Cuando Ben la miró había fuego en sus ojos.
—Me da igual que se enteren.
El hecho de que no quisiese ocultarlo no hizo sino excitar aún más a Tess, y lo cierto era que ella tampoco quería que parara.
Ben tiró del camisón hacia abajo hasta que cayó al suelo, junto con la bata, y cuando la atrajo hacia sí y sus pezones rozaron el pecho desnudo de él Tess se estremeció.
—Tus labios saben dulces como las manzanas… —susurró Ben antes de tomarlos en un nuevo beso, un beso profundo.
Le quitó las braguitas, y cuando por fin tuvo a Tess desnuda frente a sí dejó que sus ojos recorrieran su cuerpo de arriba abajo.
La joven se preguntó si le resultarían poco atractivas las curvas que el embarazo había acentuado en su figura, pero si así era Ben no se lo dejó entrever.
Sin embargo, Tess no quería ser la única que estuviese desnuda, así que cuando comenzó a besarla de nuevo y a acariciarla le quitó los pantalones del pijama.
Se tumbaron sobre la alfombra y continuaron besándose y tocándose sin prisa alguna, tomándose su tiempo para estimular todos los puntos erógenos que habían descubierto aquella primera noche que habían hecho el amor.
Tess jamás había respondido de un modo tan natural y a la vez tan intenso a las caricias y los besos de ningún hombre, y de nuevo tuvo la sensación de que aquello que estaba ocurriendo era algo predestinado.
Predestinado, sí, pero a la vez también una locura, aunque eso únicamente hacía que fuese más excitante.
—Háblame, Tess —le susurró Ben— dime qué quieres de mí.
—Lo quiero todo; quiero lo que tú quieras darme —respondió ella casi sin aliento.
Sin apartar la vista de su rostro Ben deslizó una mano entre sus muslos para tentarla con leves caricias.
—¿Como esto?
—Sí —suspiró ella. Exactamente como eso.
Sin embargo, cuando alargó una mano para tocarlo ella también, Ben se lo impidió.
—Ya te llegará tu turno luego —le dijo—. Ahora quiero ser yo quien te dé placer.
—Pero es que yo también quiero darte placer a ti —protestó ella.
Intentó tocarlo de nuevo, pero Ben le asió la muñeca y con suavidad pero a la vez con firmeza le subió el brazo por encima de la cabeza y se lo inmovilizó contra la alfombra.
—Esto también me da placer a mí —le dijo antes de agachar la cabeza para tomar un pezón en la boca.
Tess sintió cómo un cosquilleo eléctrico descendía por su interior hasta alcanzar la unión entre sus piernas, el lugar donde estaban jugando aún los dedos de Ben, explorando y deslizándose por entre los pliegues resbalosos de esa parte tan íntima de su cuerpo.
Tess jadeó y cerró los ojos.
—Me pregunto si ahí abajo sabes igual de bien —murmuró él.
Sus labios fueron imprimiendo suaves besos por la garganta de Tess, bajando luego por una línea imaginaria a lo largo del valle entre sus senos, hacia el ombligo… y cuando por fin alcanzaron su destino, cuando la joven sintió la primera pasada de su lengua, se estremeció entera y arqueó las caderas hacia su boca.
Tess creía imposible que pudiese experimentar más placer, pero las deliciosas sensaciones que la estaban invadiendo fueron en aumento, arrancando intensos gemidos de su garganta, y supo que pronto alcanzaría el cielo.
—Dios —murmuró cuando los últimos coletazos del climax se hubieron disipado—. Ha sido increíble.
—Me gustaría decir que el mérito es mío, pero me parece que ha sido más cosa de tus hormonas que de mi pericia —le dijo Ben.
Fue subiendo por su cuerpo con nuevos besos, y tras depositar el último sobre los labios de la joven se tumbó junto a ella.
—Yo también estaba preguntándome algo —dijo Tess al cabo de un rato.
—¿El qué?
—A qué sabes tú.
Los labios de Ben se curvaron en una sonrisa lasciva, y se dejó hacer cuando Tess lo torturó sin prisa alguna, igual que él había estado haciendo con ella.
Sin embargo pronto Tess empezó a sentir que la necesidad de tenerlo dentro de sí era demasiado fuerte como para poder resistirla, y cuando se colocó a horcajadas encima de Ben y descendió sobre su miembro, gimió extasiada.
Entrelazó sus manos con las de Ben y las empujó contra la alfombra, a ambos lados de su cabeza, para empezar a subir y bajar sobre él, una y otra vez, haciéndolo jadear y arquearse hacia ella.
Ben cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás al tiempo que susurraba su nombre como una letanía, y pronto Tess sintió todo su cuerpo tensarse debajo del suyo.
También ella echó la cabeza hacia atrás, y emitió un intenso gemido cuando notó que estaba llegando de nuevo al orgasmo.
Durante ese breve instante no hubo ni pasado ni futuro; simplemente ellos dos, unidos de la manera más íntima.
Ben le rodeó la cintura con los brazos, la atrajo hacia sí, y permanecieron abrazados en silencio varios minutos entre suaves caricias.
Cuando hubieron recobrado el aliento Ben rodó sobre el costado, llevándola con él, y escrutó su rostro pensativo.
—¿Qué estamos haciendo, Tess?
—No lo sé, pero no se nos da nada mal.
—Ni siquiera hemos usado un preservativo.
—Bueno, no me puedo quedar embarazada cuando ya lo estoy —apuntó ella.
—No, supongo que no.
Tess le rodeó el cuello con los brazos y se acurrucó contra él.
—A lo mejor esto era algo que necesitábamos hacer; ya sabes, para quitárnoslo de la cabeza.
—Tal vez.
—Y si lo hacemos un montón de veces más estoy segura de que para cuando llegue el día en que tenga que marcharme ya nos habremos hartado.
Ben esbozó una media sonrisa.
—¿Cuántas veces son «un montón»?
—No sé; tantas como haga falta —contestó ella divertida. La verdad era que no podía imaginar que pudiese llegar a cansarse jamás de hacer el amor con él—. Aunque… ¿qué hay de la señora Smith?
—No es mi tipo.
Tess se rió.
—A lo que me refería es a que a menos que seamos extremadamente discretos, antes o después acabará descubriéndonos.
—Como te he dicho antes, no me importa que se entere. Somos adultos, Tess, y esto es cosa nuestra, no de ella.
Tess sabía que aquello era un error, pero en ese momento se sentía feliz, y la felicidad era algo tan raro y que duraba tan poco tiempo que no estaba dispuesta a empañarla con preocupaciones sobre un futuro que aún no había llegado.
Además, por la manera en que estaba mirándola Ben algo le decía que su deseo estaba volviendo a despertarse. Lo atrajo hacia sí para besarlo, y sonrió para sus adentros al pensar en que pronto el embarazo haría imposible que pudiesen yacer tan juntos, y que tendrían que hallar otros modos más creativos de hacer el amor.
Fue justo entonces cuando pasó, cuando sintió algo en el vientre. La primera patada del bebé.
De sus labios escapó un gemido de sorpresa y alzó la vista para mirar a Ben.
—¿Lo has sentido?
Sí, él también lo había sentido. Lo supo nada más ver su rostro, que se había puesto pálido como una sábana. No es que hubiera esperado, dadas las circunstancias, que se pusiese loco de contento, pero su reacción, el saber hasta qué punto no quería a la criatura que estaba creciendo en su interior, borró de un plumazo la dicha que la había inundado al sentir aquella patada.
Apartó los brazos del cuello de Ben y éste rodó hacia un lado para incorporarse y quedarse sentado de espaldas a ella. Lo único que pudo hacer Tess fue hacerse un ovillo y cerrar los ojos en un intento por ignorar el dolor que sentía en el corazón.
—Lo siento —murmuró Ben.
Tess se estremeció. De pronto sentía frío, pero no porque hiciese frío en la habitación. Recogió la bata del suelo y se la puso.
—Debería marcharme —dijo Ben.
Ella no contestó; no podía; no sin que su voz delatase lo herida y vulnerable que se sentía en ese momento.
Ben permaneció allí sentado unos segundos más, pero luego se levantó, se puso los pantalones del pijama y se marchó.
Tess esperó en vano a que las lágrimas acudieran a sus ojos, a prorrumpir en sollozos, pero estaba tan aturdida que ni siquiera podía llorar y se sentía más sola de lo que se había sentido nunca en toda su vida.
Mientras observaba la lluvia caer a través de la ventana de su despacho, Ben se dijo que el tiempo no podía estar más acorde con su mal humor.
Se sentía como un canalla.
No debería haber dejado sola a Tess la noche anterior, pero había sido incapaz de seguir allí con ella tras sentir la patada del bebé. Sólo entonces había sido plenamente consciente de que en el vientre de Tess estaba creciendo una criatura que era carne de su carne y sangre de su sangre. Aquello le había hecho recordar a Jeanette y al hijo que no habían llegado a tener; lo había hecho sentirse culpable una vez más por no haber sido capaz de protegerlos del terrible destino que habían sufrido.
Ni siquiera tenía valor para hablar con Tess. No sabía qué podría decirle, cómo explicarle por qué había reaccionado de aquel modo.
La puerta de su despacho se abrió en ese momento, y al volverse vio a la señora Smith de pie en el umbral. Tess apenas había probado bocado del desayuno que le habían subido y tampoco había bajado a almorzar ni a cenar, así que finalmente había decidido mandar al ama de llaves a verla.
—¿Está despierta? —le preguntó.
—Está acostada. Dice que no se encuentra bien pero que no debe usted preocuparse.
Al igual que él, probablemente ella tampoco había pegado ojo la noche anterior. Él había pasado horas y horas en vela dando vueltas en la cama hasta que finalmente había decidido levantarse con la salida del sol.
Se volvió hacia la ventana.
—Gracias, Mildred; puede retirarse.
—Tenía cara de haber estado llorando —dijo la señora Smith sin moverse de donde estaba.
Ben contrajo el rostro, sintiéndose aún peor. Todo aquello era culpa suya.
—Y su madre llamó otra vez esta mañana —añadió el ama de llaves—. Me parece que intuye que aquí está pasando algo, y a mí ya se me están acabando las excusas. Antes o después tendrá que decírselo, señorito Benjamín.
—Lo haré, lo haré —murmuró él con un suspiro.
La señora Smith se quedó callada un instante y de pronto dijo en un tono quedo:
—Yo también perdí un hijo.
Ben frunció el entrecejo y se volvió hacia ella.
—No sabía que… ¿Cuándo?
—Se alistó para ir a la Guerra de Vietnam. Lo mataron dos días antes de que cumpliera los diecinueve años.
—Lo siento muchísimo —murmuró Ben. No sabía qué más podía decirle.
—Cinco años después mi marido falleció de cáncer, y fue en ese mismo año cuando empecé a trabajar para su familia.
Parecía tan triste… Ben ni siquiera había sabido hasta ese momento que había estado casada. ¿Por qué no se lo había contado nunca?
Aquello explicaba por qué, a pesar de lo buena que había sido todos esos años con él, había guardado siempre las distancias con él, y por qué seguía llamándolo «señorito Benjamín» cuando prácticamente lo había criado.
—¿Por qué no me había dicho nada hasta ahora?
—Porque hablar de ellos no va devolverme a mi marido ni a mi hijo.
—No, es verdad, pero imagino que de vez en cuando se acordará de ellos —dijo él—. Para mí no pasa un día sin que eche de menos a Jeanette, o sin que piense en ella y en nuestro hijo.
—Quizá ése sea el problema.
Ben frunció el entrecejo. Por un lado estaba diciéndole que ella prefería no hablar de los seres queridos a los que había perdido, y por otro le estaba reprochando que pensase demasiado en su esposa y en su hijo. ¿Qué sentido tenía aquello?
—Debería ir a hablar con la señorita Tess —le dijo la señora Smith.
El sacudió la cabeza.
—No puedo.
El ama de llaves lo miró muy seria.
—Diga más bien que no quiere —murmuró—. Me entristece ver que está cayendo en los mismos errores en que yo caí hace años, señorito Ben.
Y con esas palabras salió del despacho y volvió a cerrar la puerta.
Se equivocaba, se dijo Ben obstinadamente mientras se volvía de nuevo hacia la ventana. No estaba cometiendo un error; lo que estaba haciendo era evitarlo.

Capítulo Nueve
Tess se pasó el sábado entero en la cama, y debía de dar bastante pena, porque hasta la señora Smith había sido menos seca con ella que de costumbre.
Había ido a verla a su habitación, e incluso se había ofrecido a subirle una taza de té y unas tostadas, pero lo que Tess necesitaba era un bálsamo capaz de curar la herida que la reacción de Ben había abierto en su corazón.
Sin embargo, el domingo a mediodía se dijo que se estaba comportando como una tonta y que tenía que reponerse. No podía seguir escondiéndose en su dormitorio, sintiendo lástima de sí misma.
Quizá el verdadero problema fuera que finalmente había admitido para sus adentros algo que llevaba meses intentando negar: que se había enamorado perdidamente de Ben.
Claro que… ¿cómo podía amar a un hombre que renegaba de su propio hijo, del bebé que habían concebido juntos? Quizá porque su corazón y su alma sabían que era una buena persona que había recibido un mazazo del destino y todavía no había logrado volver a ponerse en pie.
Le había mentido el día que le había dicho que lo consideraba un amigo… o al menos no le había dicho toda la verdad. Lo consideraba un amigo, sí, pero para ella era muchísimo más que eso, y no podía evitar sentirse triste al pensar que en el plazo de cuatro meses, cuando naciese el bebé y ella se marchara, tal vez no volverían a verse.
A menos que encontrase la manera de hacerle ver que las cosas no tenían por qué ser así. No era la primera vez que había planteado aquella posibilidad. Llevaba días pensando en ello, de hecho, pero no había querido hacerse ilusiones al respecto porque sabía que también cabía la posibilidad de que no consiguiese sacar a Ben de su ostracismo y ella acabase con el corazón roto de nuevo.
Se había vestido y estaba a punto de bajar para ir en busca de Ben cuando llamaron a la puerta.
Abrió pensando que sería la señora Smith con el almuerzo, pero para su sorpresa se encontró con que era Ben quien estaba de pie allí en el pasillo.
Podía enfocar aquello de dos maneras, se dijo Tess: hacerse la ofendida y hacerlo sentirse mal por cómo se había comportado con ella, con lo cual probablemente sólo lograría que las cosas entre ellos se pusiesen aún más incómodas; o aceptar la situación tal y como era, y tratar de pasar de la mejor forma posible el tiempo que les quedaba de estar juntos.
Optando por la segunda opción, que le parecía la más madura, esbozó una leve sonrisa.
—Hola —lo saludó.
—Hola —respondió él mirándola vacilante, como si estuviese intentando adivinar por su expresión si estaba enfadada con él—. ¿Te encuentras mejor?
La sonrisa en los labios de Tess se hizo un poco más amplia. Aunque se lo hubiese propuesto le habría resultado imposible seguir enfadada con él. Ben se preocupaba por ella y no podía pedirle más.
—Mucho mejor, gracias.
Ben se quedó allí de pie, con las manos metidas en los bolsillos, y Tess comprendió que estaba esperando a que lo invitara a pasar.
—¿Quieres entrar y que charlemos un rato? —le preguntó abriendo la puerta del todo.
Ben entró en la antesala, y apenas había cerrado Tess la puerta y se había vuelto hacia él cuando la tomó por la cintura y la atrajo hacia sí.
—Perdóname —murmuró.
Tess suspiró y apoyó la mejilla en su pecho.
—No pasa nada; ya está olvidado.
Ben la abrazó con fuerza.
—Ayer te he echado mucho de menos durante todo el día.
Tess tenía ganas de reír y llorar a la vez.
—Yo a ti también.
—¿Quieres que hablemos de ello?
Lo cierto era que no, se dijo Tess. Quería olvidar incluso que había pasado.
—No es necesario —respondió—. Comprendo por qué reaccionaste como lo hiciste. Es sólo que… no sé, supongo que me pilló por sorpresa.
Ben asintió.
—También a mí.
—Pero si vuelve a ocurrir estaremos preparados.
Él volvió a asentir.
—Sí, lo estaremos.
Ben esbozó una sonrisa y entonces volvió a suceder, igual que dos noches atrás: el bebé dio una patada.
Tess contuvo el aliento, esperando a que Ben se apartase de ella, pero no lo hizo.
—¿Lo hace muy a menudo? —inquirió.
—Desde anteayer.
—¿Ésa fue la primera vez?
Tess asintió y Ben agachó la vista avergonzado antes de alzarla de nuevo.
—Vaya, y yo lo estropeé todo, ¿verdad?
—No lo hiciste a propósito —replicó ella.
Ben la tomó de la barbilla para que lo mirara a los ojos.
—¿Por qué eres tan comprensiva conmigo?
«Porque te quiero», estuvo tentada de responderle ella. En vez de eso se encogió de hombros.
—Eso mismo me pregunto yo —bromeó.
Ben escrutó su rostro en silencio, como si creyese que podía hallar en él la respuesta. Sus ojos descendieron hasta su boca y Tess supo exactamente lo que estaba pensando. Quería besarla. Y ella quería que lo hiciera.
—Pareces cansada —murmuró.
—No, estoy bien; de verdad —respondió ella.
No se sentía cansada en absoluto. Se había pasado casi todo el día anterior durmiendo.
—No, en serio, tienes cara de estar muy cansada —le insistió él con una sonrisa lobuna antes de dar un paso hacia atrás para echar el pestillo de la puerta—. Yo creo que necesitas echarte una siesta.
«Oh, una siesta», pensó Tess divertida. Por esa sonrisa en su rostro tenía la impresión de que la «siesta» que tenía en mente no tenía nada que ver con dormir.
—La verdad es que un poco cansada sí que estoy —murmuró—. Quizá una siesta corta no me vendría mal.
—Y una siesta larga te vendría aún mejor —dijo él tomándola de ambas manos y caminando de espaldas hacia el dormitorio—. Vamos, yo te arroparé.
Mientras la conducía hacia allí comenzó a desabrocharle los botones de la blusa.
Las cortinas del dormitorio estaban corridas y la luz del día se filtraba difusa a través de ella, dando a la habitación un aire de ensueño.
Estaban aún a unos pasos de la cama, pero Ben ya le había quitado la blusa, la había dejado caer al suelo, y estaba desabrochándole el sujetador.
Tess tampoco estaba perdiendo el tiempo. Poco después estaba sacándole a Ben la camisa por la cabeza y arrojándola detrás de ella antes de empezar a desabrocharle el cinturón. Nunca había sido particularmente atrevida, pero Ben lograba sacar a la mujer sensual y desinhibida que había en ella.
Ya en la cama, bajó las sábanas, Ben comenzó a acariciarla, explorando cada una de las curvas y valles de su cuerpo. En un principio le prodigó esas caricias con ternura y sin prisas, pero poco a poco la pasión fue apoderándose de él.
A Tess le encantaba el modo en que la exploraban sus manos, pero le gustaba aún más cómo utilizaba la boca, cómo la besaba, la mordisqueaba, y la lamía, como si fuese una golosina que no quería que se acabase demasiado pronto.
—Dime qué es lo que quieres que te haga, Tess —le susurró entre beso y beso, antes de deslizar la lengua por el valle entre sus senos, haciéndola estremecerse de deseo—. Dímelo y lo haré.
A Tess no le hacía falta decírselo; Ben siempre era capaz de anticiparse a lo que quería y a lo que necesitaba, pero había algo de erótico y de prohibido en dar voz a sus fantasías.
Además, tampoco iba a negarle a él el placer de escucharlas; no con lo dedicado que era como amante, dándole al menos dos orgasmos a cambio del que él obtenía… a veces más.
Cuando le dijo exactamente lo que le gustaría, y cómo le gustaría que lo hiciera, vio a Ben sacudir la cabeza.
—Dios, no sabes cuánto me gustaría —murmuró—, pero… ¿estás segura de que no te haré daño?
—Completamente segura —contestó ella.
Y antes de que pudiera decir nada más Ben la hizo tumbarse con las piernas bien abiertas, y se hundió en ella hasta el fondo de una sola embestida, como ella le había pedido.
Luego empezó a mover las caderas, entrando y saliendo de ella a un ritmo que pronto hizo que Tess estuviera gimiendo, jadeando, y arañándole la espalda al tiempo que se arqueaba hacia él.
Le daba igual que la señora Smith o alguna otra persona del servicio pudiese oírla; en ese momento estaba disfrutando demasiado como para preocuparse de eso.
Ese placer fue en aumento, y al poco sintió que algo estaba a punto de estallar en su interior… y estalló. Era una sensación que no había experimentado jamás, y no estaba segura de poder encontrar una palabra para describirla.
Cuando al fin recobró el aliento alzó la vista y encontró a Ben mirándola con expresión perpleja.
—Dios, ¿qué fue eso?
—No lo sé, pero dame un minuto y lo probaremos de nuevo —contestó ella con una sonrisa traviesa.
Ben y Tess siguieron echándose «siestas» hasta la hora de la cena… que tomaron en la cama, y en lugar del postre se echaron otra larga siesta, se dieron una ducha, y volvieron a meterse en la cama, donde charlaron durante largo rato.
—Háblame de Jeanette —le pidió Tess apoyándose en un codo para quedarse incorporada—. ¿Cómo era?
Ben alzó la vista al techo, como si estuviera buscando las palabras exactas para describirla.
—Pintoresca —dijo finalmente—. También estaba muy mimada y era algo quisquillosa, pero era muy divertida, y probablemente la mujer más incansable que he conocido en mi vida. Su carrera lo era todo para ella —añadió jugueteando con un mechón de su cabello—. ¿Y qué me dices de ti? —le preguntó a Tess—. ¿Ha habido algún amor significativo en tu vida?
—La verdad es que no. Parece que tengo un don para atraer a los hombres que no me convienen. Creo que lo he heredado de mi madre.
—Pero tiene que haber habido alguien especial —insistió él.
—Bueno, un chico que estudiaba en mi instituto; David Fischer. Era un encanto, pero tuve que dejar los estudios para buscarme un empleo a jornada completa, así que aquello acabó en nada.
—¿Y por qué necesitabas un empleo a jornada completa?
—Para poder pagar el alquiler del apartamento al que me había ido a vivir. No aguantaba más en casa de mi padrastro.
Ben la miró muy serio.
—¿Te hizo algo?
Tess se encogió de hombros.
—Me gritaba, se emborrachaba, y alguna vez me pegó, pero cuando empezó a mirarme de ere modo… Se lo dije a mi madre pero ella no quiso creerme. Yo sabía que era sólo cuestión de tiempo que mi padrastro intentara algo, así que recogí mis cosas y me largué. Mi madre ni siquiera intentó detenerme. Desde entonces me las he arreglado por mi cuenta.
Oír que había tenido que pasar por algo tan horrible hizo que a Ben se le encogiera el corazón. Sólo podía imaginar lo duro que debía de haber sido para Tess el que su propia madre se hubiese desentendido de ella como lo había hecho.
—Supongo que en ese sentido yo fui afortunado —murmuró—. Mis padres no pasaban mucho tiempo conmigo, pero siempre se aseguraron de que estuviera bien cuidado —dijo peinándole el cabello con los dedos. Era tan preciosa, tan dulce… y a la vez tan fuerte… —. ¿Sabía tu verdadero padre algo de eso?, ¿no hizo nada al respecto?
—Mi padre nunca quiso saber nada de mí. Se negó incluso a darle ninguna ayuda a mi madre para mi manutención. Y no era que le faltase el dinero.
Ben se sintió de nuevo como un canalla. Tess había padecido el rechazo de las personas que deberían haberla querido y protegido, y él estaba rechazándola también porque era un cobarde, porque tenía miedo de entregarle su corazón a alguien y volver a sufrir.
Se merecía encontrar a algún tipo decente que fuese un buen padre para el bebé y un buen esposo para ella. Y quizá algún día conocería a ese alguien. Al fin y al cabo sólo tenía veinticinco años.
Pero si de verdad era eso lo que quería para ella, ¿por qué entonces le resultaba tan doloroso el mero hecho de imaginarla con otro? ¿Y por qué a pesar de sentirse incapaz de ser un padre para el pequeño que llevaba en su vientre, no quería tampoco que otro ocupara su puesto?
La realidad era que en otras circunstancias le habría pedido sin dudarlo que se casase con él.
Lo que había entre Tess y él era algo especial, algo profundo de lo que estaba seguro que apenas habían visto lo que asomaba a la superficie. Estar con Tess era como llegar a casa, o a un lugar agradable y tranquilo en el que le gustaría echar raíces.
Y por culpa suya, por culpa de sus miedos, nunca tendrían la oportunidad de saber si las cosas entre ellos podrían haber funcionado.
Pero era mejor así. Aquel niño no se merecía tener a un cobarde por padre, ni Tess se merecía a un marido cobarde. No, los dos se merecían algo mejor.
Cuando Ben se despertó a la mañana siguiente aún estaba en la habitación de Tess. Se volvió, pero el otro lado de la cama estaba vacío y las sábanas frías.
No había tenido intención de pasar la noche allí, pero habían estado charlando hasta tarde, y cuando Tess se había dormido Ben no había podido resistir la tentación de quedarse tendido allí un rato observándola. «Sólo cinco minutos más», se había dicho cada vez, prometiéndose que luego se iría a su cuarto. Finalmente él también debía de haberse quedado dormido.
Y aquello había sido un error. Tess probablemente se pensaría lo que no era, y no quería que se hiciera ilusiones con algo que sencillamente no podía ser.
Se incorporó, se frotó los ojos, y al mirar el reloj de la mesilla vio que eran las ocho y media. Mucho más tarde de la hora a la que solía levantarse. En el cuarto de baño se oyó entonces a Tess tarareando, y unos segundos después salía más alegre y despierta de lo que cabía esperar en una persona que apenas había dormido cuatro o cinco horas.
—Buenos días —lo saludó con una sonrisa.
—Buenos días —respondió él—. Qué temprano te has levantado.
—Me habría quedado durmiendo un rato más, pero voy a ir al médico.
—¿Al médico?, ¿por qué? —inquirió él sobresaltado.
—Por nada; tengo la revisión mensual con el ginecólogo —le contestó ella con mucha calma—. Hoy hago los seis meses.
Ben se pasó una mano por el cabello, irritado consigo mismo. ¿Qué pasaba con él? ¿Por qué tenía que imaginar siempre lo peor?
—Perdona; no me acordaba.
Tess esbozó una sonrisa comprensiva.
—Tranquilo, no pasa nada; lo entiendo.
No, claro que pasaba. Tenía que dejar de preocuparse tanto, de reaccionar de aquel modo desproporcionado a cada pequeña cosa.
Tess se sentó en el borde de la cama junto a él.
—Me sorprendió un poco despertarme esta mañana y ver que aún estabas aquí —le dijo quedamente.
—Debí de quedarme dormido —respondió él.
—Fue lo que me imaginé… y en caso de que estuvieses pensándolo, sé que esto no cambia nada.
Ninguna de las mujeres a las que Ben había conocido a lo largo de su vida habrían sido capaces de decir aquello con tanta serenidad.
—¿Yeso no te molesta? —le preguntó.
—Bueno, si tuviese alguna esperanza acerca de nuestra relación quizá me habría molestado, pero prefiero vivir con los pies en la tierra.
Si de verdad le importase Tess, debería poner fin a aquello en ese mismo momento o acabaría haciéndole daño, se dijo Ben, pero no podía evitar ser egoísta en lo que se refería a ella; quería tenerla a su lado tanto tiempo como le fuese posible. Aún no se sentía preparado para dejarla marchar.
—Probablemente iré a hacer unas compras después de la cita, así que tardaré un poco en volver —le dijo antes de agacharse para besarlo en la mejilla. Fue un gesto natural, como si fuese algo que hubiese estado haciendo durante años—. Nos vemos luego.
—De acuerdo; conduce con cuidado —se despidió Ben.
Esperó a que hubiera salido de la habitación y se dejó caer de nuevo sobre el colchón, preguntándose cómo acabaría todo aquello.

Capítulo Diez
Mientras aguardaba en la sala de espera de la consulta del médico, Tess no podía dejar de pensar en Ben. Se sentía tan… frustrada. La noche anterior había sido increíble y nunca en toda su vida había sentido una conexión tan fuerte como la que había sentido con él.
Le había hablado de cosas de las que no había hablado con nadie, y aunque había estado segura de que al despertarse por la mañana Ben ya no estaría allí, al abrir los ojos había visto con asombro que seguía allí tendido, a su lado, profundamente dormido.
Como una idiota, casi había estado a punto de creer que aquello podía significar que algo había cambiado, pero entonces le había dicho que iba al médico, él había saltado como un resorte, y ella había comprendido que habían vuelto a la casilla de salida.
Debería haber puesto fin a aquello en ese mismo momento, cuando todavía podían quedar como amigos, pero no se sentía preparada todavía para marcharse. Quería pasar todo el tiempo que pudiera con él.
Además siempre cabía la posibilidad de que descubriese con el tiempo que tenía algún hábito que no pudiese soportar, como que se mordiese las uñas, o que se hurgase la nariz, o algo así. Eso lo haría más fácil. Y también era poco probable, reconoció para sus adentros con un suspiro.
En ese momento salió la enfermera para decirle que pasara. Unos minutos después el ginecólogo había terminado de examinarla, y tras decirle que estaba todo bien le dejó que volviese a vestirse.
Sin embargo, cuando Tess salía del hospital y se dirigía al lugar donde había dejado estacionado el coche, tuvo la extraña sensación de que había alguien observándola.
Se detuvo y miró a ambos lados de la calle, pero nadie parecía estar mirándola ni veía a nadie sospechoso. Probablemente Ben le estaba pegando sus paranoias, se dijo. Decidida a no preocuparse siguió andando, pero cuando acabó de hacer sus compras y estaba guardando las cosas en el maletero del coche, en el aparcamiento del centro comercial, volvió a tener la sensación de estar siendo observada.
Cerró el maletero y se subió al coche, pero aunque miró por el retrovisor varias veces durante todo el trayecto de regreso, no vio que ningún vehículo la estuviera siguiendo.
Cuando llegó a la casa pasó por la cocina y vio a la señora Smith encaramada en una de las banquetas escribiendo lo que parecía una lista de la compra.
—¿Necesita que la ayude con eso? —le preguntó la mujer señalando las bolsas que llevaba.
Tess no acababa de acostumbrarse a que de repente el ama de llaves se mostrase tan solícita con ella.
—¿Quién es usted y qué ha hecho con la señora Smith? —le preguntó mirándola con los ojos entornados.
La mujer puso los ojos en blanco y resopló.
—¿Necesita que la ayude, o no?
—No, gracias, puedo con ellas. ¿Sabe si Ben está en su despacho?
—Creo que está arriba, en su habitación.
—Gracias.
Tess se dirigía hacia las escaleras cuando reparó en algo extraño. Alguien había descorrido las cortinas y había luz por toda la casa. Era la primera vez que las veía descorridas y la vivienda parecía otra.
Fue de habitación en habitación, perpleja, y acabó de nuevo en la cocina.
—¿Se ha perdido? —le preguntó la señora Smith, mirándola con extrañeza.
—No, es sólo que… todas las cortinas están descorridas.
La mujer le dirigió una mirada interrogante.
—¿Y?
¿Acaso una explicación de todos aquellos cambios repentinos era mucho pedir?, se dijo Tess exasperada.
—Oh, olvídelo; es igual.
Salió de nuevo de la cocina y subió al piso de arriba cargada con las bolsas de lo que había comprado. Al llegar a la habitación de Ben llamó a la puerta, y cuando vio que no contestaba pensó que quizá estuviera hablando por teléfono con alguien, y pensó en irse a su cuarto a esperar que acabase; pero estaba demasiado entusiasmada como para esperar, así que volvió a llamar.
Al ver que seguía sin haber respuesta abrió un poco la puerta y asomó la cabeza, preguntándose si Ben se molestaría si entrase sin permiso.
Las cortinas de la antesala estaban descorridas, igual que las del resto de la casa. ¿Qué estaba pasando allí?
—¿Hola? —llamó mientras cerraba tras de sí—. ¿Ben?
—Pasa, estoy aquí —lo oyó contestar a través de la puerta entornada del dormitorio.
Tess fue hacia allí y al empujar la puerta se encontró con Ben saliendo del cuarto de baño. Tenía el cabello mojado y una toalla liada alrededor de las caderas.
—Hola —la saludó con una sonrisa—; parece que se te han dado bien las compras.
—Pues la verdad es que sí —contestó ella sin poder reprimir una sonrisa también—. Y te he traído algo. Varias cosas, de hecho.
—No tenías por qué comprarme nada —le reprochó él suavemente.
Sin embargo, era evidente por la expresión de su rostro que sentía curiosidad.
—Bueno, en realidad lo has pagado tú —le recordó Tess riéndose.
—Está bien; enséñame qué has comprado.
—De acuerdo. Vamos allá.
Tess fue hasta la cama y vació sobre la colcha el contenido de dos de las bolsas.
—Pensé en comprarte sólo un par de camisas, pero es que estaban de rebajas y había unos precios tan buenos que no pude resistirme —le dijo.
—Ya lo veo —murmuró Ben divertido, al ver la cantidad de ropa que había. Ropa de colores.
Ben tomó un polo verde y miró la etiqueta cosida en el cuello.
—Sólo por curiosidad… ¿Cómo has sabido cuál era mi talla?
—Porque esta mañana, mientras dormías, miré las etiquetas de tu camisa y tu pantalón —confesó ella.
—Hmm… así que lo tenías planeado.
—La verdad es que llevaba unos días pensando hacerlo —le dijo Tess.
La había preocupado que se molestase por que le hubiese comprado ropa, pero parecía que más bien le hacía gracia.
—Es que como toda la ropa que llevas es negra o de colores oscuros me pareció que no te vendría mal un poco de color —añadió—. Claro que si es porque no te gusta el color…
…o porque todavía estaba guardando luto por su esposa y su hijo, añadió Tess para sus adentros, cruzando los dedos por que no fuese eso.
—No es que no me guste —replicó él—, lo que pasa es que nunca he sabido combinar unos colores con otros y tampoco me gusta ir de compras, así que era Jeanette quien me compraba la ropa. La escogía toda oscura porque decía que así no tenía que preocuparse porque mezclase colores que no fuesen unos con otros o porque no fuese a la moda. A mí esas cosas siempre me han dado un poco igual, pero ella les daba mucha importancia.
—Bueno, pues ahora tienes ropa de colores —le dijo ella sintiéndose aliviada—. Además no son colores chillones, así que puedes combinarlos sin problemas. Y por supuesto devolveré todo lo que no te guste.
—Estoy seguro de que me gustará todo lo que has comprado —le aseguró él con una sonrisa.
Mientras Ben examinaba las prendas, los ojos de Tess se posaron en el armario abierto que había frente a la cama, y al ver una tela de color que sobresalía de uno de los cajones frunció el entrecejo. ¿No acababa de decir Ben que toda la ropa que tenía era oscura?
Aquella tela y el color le resultaban tan familiares que no pudo evitar acercarse y abrir el cajón del todo.
—¡Mi ropa! —exclamó boquiabierta al ver todo lo que había allí dentro.
Al volverse vio que Ben estaba sonriendo divertido.
Tess se giró de nuevo hacia el armario y empezó a levantar las prendas. Estaba todo allí, bien doblado y ordenado.
—Pero si dijiste que la habías quemado… —murmuró volviéndose hacia Ben, que estaba observándola apoyado en la pared y con los brazos cruzados, la sonrisa traviesa aún en los labios.
—No, tú lo dijiste. Yo me limité a no negarlo. Si no no habrías aceptado la tarjeta de crédito y estarías todavía poniéndote esa ropa aunque te quedara estrecha.
Tess sacudió la cabeza.
—Eres verdaderamente perverso.
Ben sonrió.
—Lo sé, pero funcionó —le dijo muy satisfecho consigo mismo.
Cierto, había funcionado.
—Del mismo modo en que dejaste que creyera que eres un alcohólico cuando no lo eres.
Él se encogió de hombros.
—¿Me habrías creído entonces si te hubiese dicho que no lo era?
Tenía razón; probablemente no lo habría creído.
—Es natural que no te fiaras de mí en un principio —le dijo Ben—. Sabía que tendría que ganarme tu confianza.
—Bueno, pues hablando de confianza, si no te gusta lo que te he comprado dilo, ¿de acuerdo? Te prometo que no me sentiré ofendida ni nada de eso.
—Me gusta todo lo que me has comprado.
—Pero todavía no te lo has probado. A lo mejor cuando te lo veas puesto no te gusta —apuntó ella.
—Da igual, lo importante es que has comprado esa ropa pensando en mí.
Tess sintió que se derretía por dentro. Aquélla era una de las cosas más dulces que le habían dicho nunca.
—¿Cómo fue tu cita con el médico? —le preguntó Ben.
—Muy bien. Me ha dicho que está todo perfecto —contestó ella.
Viendo que Ben parecía incómodo hablando del tema, no entró en detalles. Al menos le había preguntado, y eso ya era de agradecer.
—¿Vas a trabajar hoy?
—No necesariamente —contestó él apartándose de la pared y avanzando lentamente hacia ella—. Hacer todas esas compras debe de haberte dejado exhausta.
—No, qué va, estoy bien.
—Pues a mí me parece que tienes cara de cansancio.
Fue entonces cuando Tess se fijó en la sonrisa que había asomado a sus labios, una sonrisa lobuna que le dijo que iban a jugar otra vez a echarse una siesta juntos.
—Bueno, quizá sí que esté un poco cansada —admitió sonriendo también.
—¿Lo ves? Ya te lo decía yo.
Ben se quitó la toalla de la cintura, la dejó caer al suelo, y en menos de cinco minutos le había quitado la ropa y la tenía bajo las sábanas.
Hicieron el amor durante la mayor parte de la tarde, cenaron, vieron una película, y luego volvieron a subir a la habitación de Ben para echarse otra «siesta».
En los últimos dos días Tess había practicado más sexo de lo que lo había hecho en los últimos cinco años. Era como si nunca fuese a saciar el deseo que Ben despertaba en ella.
—Quizá debería irme —le dijo a Ben alrededor de la medianoche.
Estaba empezando a sentirse tan adormilada que le costaba mantener los ojos abiertos, y no quería que Ben se sintiese en la obligación de dejarla quedarse allí sólo porque él se había quedado en la habitación de ella la noche anterior.
Sin embargo, en vez de dejarla ir, Ben la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí.
—No. Quiero que te quedes.
Eso era lo único que Tess necesitaba oír. Se acurrucó contra él y cerró los ojos. Aunque aquello terminase al día siguiente al menos le quedaría el recuerdo de esa noche. Era lo único que podían hacer; vivir cada día como si fuese el último que fueran a pasar juntos.
Ben tenía un problema, y serio. Se había dado cuenta esa misma mañana cuando, igual que cada mañana en las últimas dos semanas, se había despertado con Tess en sus brazos. Se había enamorado de ella.
Había ocurrido de una manera natural, casi sin que fuese consciente de ello. Dios, quería casarse con ella; quería seguir despertándose cada mañana con ella a su lado durante el resto de su vida… pero no quería ser el padre del bebé que llevaba en su vientre.
Y precisamente por eso se sentía como un canalla. Sólo una persona horrible podía no querer a su propio hijo. Aunque en realidad no era que no lo quisiese, o que no se preocupase por él; el problema de hecho era que se preocupaba demasiado. Por eso lo suyo nunca podría funcionar, porque no podía dejar atrás sus miedos.
—¿Tiene un minuto, señorito Benjamín?
Ben se volvió y encontró a la señora Smith de pie en la puerta abierta de su despacho. En las últimas semanas se había acostumbrado a dejarla abierta. Era curioso porque nunca antes le había pasado, pero de un tiempo a esa parte el cerrarla lo hacía sentirse aislado y agobiado.
Igual que las cortinas. Hacía ya unos cuantos días que le había dicho al ama de llaves que quería que las abriese, que entrase la luz.
Algo estaba cambiando en él. Incluso había empezado a dar paseos regularmente con Tess. Los días eran ya más largos y la temperatura no podía ser más agradable.
—Claro. Pase.
La señora Smith entró en el despacho y se acercó a su mesa. Llevaba una revista en la mano y parecía preocupada.
—Me temo que tiene usted un problema.
Ben no pudo evitar reírse. Tenía más de un problema; de hecho tenía un sinfín de problemas.
—¿Por qué?, ¿qué ocurre?
—Estaba esta mañana en el supermercado, esperando junto a la caja para pagar cuando vi esto —le dijo tendiendo la revista.
Ben miró la portada y maldijo entre dientes.
—Supongo que tendría que haberme imaginado que antes o después esto ocurriría —masculló.
—Y aún hay más —le dijo la señora Smith—: frente a la verja hay al menos una veintena de reporteros y fotógrafos. Parece que se ha corrido la voz.
Estupendo. Justo lo que les faltaba.
—Tendré que avisar a Tess —murmuró Ben.
Salió de su despacho con la revista en la mano y fue en busca de ella. La encontró en la biblioteca, acurrucada en un sofá junto a la ventana, leyendo un libro.
—Hola —lo saludó con una sonrisa radiante cuando lo vio aparecer.
—Tenemos que hablar, Tess.
La joven frunció el entrecejo preocupada.
—Está bien.
—Tenemos un problema —le dijo Ben tendiéndole la revista.
Tess miró la portada y se quedó boquiabierta al leer el titular La amante embarazada del millonario viudo.
—¿Qué diablos…?
Debajo había una fotografía de ella saliendo del hospital. De modo que no había estado imaginando nada aquel día cuando había tenido la sensación de que estaban observándola…
—Y dentro hay más —añadió Ben.
Tess abrió la revista y encontró más fotografías de ella en el centro comercial y otras de ella entrando en la casa. El texto prefirió no leerlo, sobre todo cuando vio otra fotografía de Ben con su esposa, y otra más de Ben en el funeral.
Cerró la revista y la arrojó asqueada sobre la mesita que había junto al sofá.
—Estupendo.
—Pues eso no es lo peor.
—¿Qué quieres decir?
—La prensa ha acampado delante de la casa.
Tess maldijo entre dientes.
—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó a Ben.
Él se encogió de hombros.
—No es que podamos hacer demasiado. Si no quieres que te hagan preguntas o que vuelvan a sacar fotos tuyas en las revista sería mejor que no salieras durante unos días, y me temo que eso incluye hasta el jardín.
—¿Y cuánto tiempo crees que hará falta para que nos dejen tranquilos?
—No hay modo de saber eso —respondió él—; hasta que salte otro escándalo.
Tess agachó la cabeza.
—Lo siento mucho —murmuró.
—No tienes que pedirme disculpas por nada, Tess. Esto no es culpa tuya. Soy yo quien lo siente. Tú no estás acostumbrada a estas cosas —le dijo él—. Y me temo que esto no ha hecho más que empezar.

Capítulo Once
Ben tenía razón; las cosas se pusieron peor aún. Durante los dos días siguientes el teléfono no dejó de sonar, y en vez de disminuir, el número de reporteros acampados día y noche frente a la verja de la propiedad aumentó.
Tess sabía que era una locura poner siquiera la televisión porque irremediablemente hablaban del asunto en uno u otro programa de cotilleos, pero no podía reprimir la curiosidad por saber qué nueva información habían conseguido averiguar sobre ella. Qué habían averiguado… o qué nuevas mentiras habían inventado.
Lo peor, lo más humillante para ella fue leer en la prensa que su propia madre había concedido una entrevista en exclusiva por diez mil dólares. Sin duda su padrastro estaba detrás de aquello. Había una fotografía de ambos en el periódico, frente al porche de su destartalada casa en Utah.
Habían pasado cinco años desde la última vez que los había visto. Su padrastro se había puesto aún más gordo, y a su madre se la veía vieja y cansada.
El noventa por ciento de lo que decía la entrevista no eran más que mentiras y medias verdades. No era que hubiese sido una santa durante su adolescencia, pero la habían retratado como a una especie de delincuente juvenil, además de ninfómana.
Ben le había sugerido interponer una demanda por difamación contra ellos, pero lo cierto era que Tess no veía que aquello fuese a servir de nada. El daño ya estaba hecho y no podía repararse. El interponer una demanda no borraría esas mentiras de la mente de la gente, y tampoco tenía mucho sentido demandar a su madre y a su padrastro cuando en unos días se habrían gastado ya el dinero que les habían pagado por la entrevista y volverían a estar sin blanca.
Tess creía que las cosas no podían complicarse más, pero se equivocaba. Una noche estaban cenando en el comedor cuando sonó el timbre de la puerta.
Ben, a quien ya se le estaba agotando la paciencia, masculló:
—Esto ya es lo que faltaba; que tengan la caradura de cruzar la verja y venir hasta la casa.
La señora Smith entró en ese momento en el comedor.
—¿Me encargo de ellos?
Ben arrojó su servilleta sobre la mesa.
—No. Creo que ya va siendo hora de que les ponga los puntos sobre las íes.
Tess contrajo el rostro. Si no fuera por su embarazo y porque los reporteros habían sumado dos y dos al verla entrar y salir de la casa, nada de aquello estaría ocurriendo.
Ben se levantó, salió del comedor, y sus pasos resonaron furiosos sobre el suelo de mármol en dirección al vestíbulo. Tess se levantó también para ir tras él, y justo en ese momento escuchó abrirse la puerta de la entrada. Esperó oír gritos, pero en lugar de eso hubo un repentino silencio, y después oyó a Ben decir patidifuso:
—¿Mamá? ¿Qué estás haciendo aquí?
Tess se quedó de pie al final del pequeño pasillo por el que se llegaba al vestíbulo sin saber qué hacer.
—Ahora ya sé por qué dejé el mundo del espectáculo —le estaba diciendo al aún estupefacto Ben la señora Adams—. Esos odiosos reporteros… Son como buitres.
—Mamá, ¿qué estás haciendo aquí? Te dije que no era un buen momento para que vinieras a verme.
Su madre le sonrió con paciencia, como si fuera un niño.
—Pues a mí me parece que es el momento perfecto.
A pesar de su edad la señora Adams no había perdido ni un ápice de la belleza y el glamour que había tenido en su época de estrella de cine, y de pronto Tess se sintió como un patito feo.
—¿Es ella? —le preguntó de repente a Ben, fijando sus ojos en Tess.
Ben se volvió hacia Tess y asintió.
—Tess, te presento a mi madre. Mamá, te presento a Tess MacDonald.
La señora Adams se dirigió hacia donde estaba Tess con una forma de andar tan grácil que parecía que no estuviera tocando el suelo. Al llegar junto a ella la tomó por los hombros y la miró con lágrimas en los ojos antes de estrujarla entre sus brazos.
—¡Oh, Benji!, es encantadora.
¿Benji? Por encima del hombro de la señora Adams, Tess vio a Ben contraer el rostro con disgusto.
La mujer por fin la liberó del asfixiante abrazo, pero sólo para tomarla de nuevo por los hombros y dar un paso atrás para mirarla de nuevo como si fuera la nueva mascota de la familia.
No entendía nada. La prensa la había retratado como a una especie de furcia que iba detrás del dinero de su hijo y a pesar de eso la señora Adams parecía feliz de conocerla.
—¿Cuándo sales de cuentas, querida? —le preguntó la mujer.
—Em… el diecinueve de septiembre.
La madre de Ben emitió un gemido de sorpresa.
—Yo cumplo el día treinta. ¿Os imagináis que naciera el día de mi cumpleaños?
¿Once días más tarde de lo previsto?, se dijo Tess. Dios, esperaba que no. Ya se sentía como una ballena.
La señora Adams la soltó y se volvió hacia su hijo.
—Benji, ¿por qué no nos has dicho nada? ¿Acaso pensabas que no querríamos saber que vamos a ser abuelos?
—No, claro que no; tenía intención de hacerlo —replicó él.
Tess sin embargo tuvo la sensación de que estaba mintiendo, que no les había dicho nada porque no quería que se encariñaran con ella o con su nieto.
—¿Sabes qué? —le dijo Ben a su madre—. Lo mejor será que te refresques un poco y ya hablaremos luego de ello.
—Me parece una idea estupenda —contestó ella—. Debo de tener un aspecto terrible después de lo largo que ha sido el viaje. Señora Smith, ¿podría hacer que llevaran mi equipaje a la habitación de invitados grande?
El ama de llaves lanzó a Ben una mirada interrogante.
127 —Eh… lo siento, mamá, pero me temo que esa habitación está ocupada —dijo él.
—¿Que está ocupada? ¿Quién duerme ahí?
—Tess —respondió su hijo, preparándose para las preguntas que sabía que vendrían después de decirle eso.
No tuvo que esperar demasiado.
—¿Y por qué, por todos los santos, está durmiendo en una habitación que es para invitados?
No iba a ser fácil explicarle aquello, se dijo Ben. Su madre, que era una romántica sin remedio, sin duda se sentiría muy decepcionada cuando supiese la verdad.
—Ya hablaremos después de eso —le dijo.
Sí, se lo explicaría todo en cuanto supiese cómo iba a explicárselo.
Abrió la puerta para ir a por su equipaje, y se encontró con cinco enormes maletas en el porche. Su madre solía llevar demasiada ropa cuando salía de viaje, pero aquello era ridículo.
—Um… ¿cuánto tiempo piensas quedarte?
—Pues hasta que nazca el bebé, naturalmente —le espetó su madre—. ¿Crees que iba a perderme el nacimiento de mi primer nieto?
Ben contrajo el rostro. Aquello iba de mal en peor.
—¿Y qué pasa con papá? ¿No le importa que vayas a estar fuera tanto tiempo?
Su madre hizo un ademán desdeñoso.
—Oh, ya sabes cómo es tu padre.
¿Qué se suponía que significaba eso?
—Además, ¿no te avisó la señora Smith de que venía?
¿Su ama de llaves había hablado con su madre y no le había dicho nada? Giró la cabeza hacia ella y se fijó en que la señora Smith estaba intentando no parecer culpable.
—Debió de olvidárseme —dijo.
Ben sabía perfectamente que estaba mintiendo. A su ama de llaves nunca se le olvidaba nada.
Se volvió hacia su madre.
—Después hablaremos—le dijo—. Señora Smith, lleve a mi madre a la habitación de invitados verde y asegúrese de que tenga todo lo que pueda necesitar. Luego vaya a verme a mi despacho.
El ama de llaves asintió y condujo a su madre al piso de arriba.
—No puedo creer que no me avisara de que iba a venir mi madre —le siseó Ben a Tess entre dientes cuando se hubieron quedado a solas.
—¿Qué quieres que le diga si me pregunta algo? —inquirió ella preocupada.
—Nada —respondió él. Al menos no hasta que decidiese cuánto quería que supiesen sus padres. Además no era justo cargarla a ella con esa responsabilidad—. Déjame las explicaciones a mí.
—¿Quería verme, señorito?
Ben se volvió y se encontró con la señora Smith en el umbral de la puerta de su despacho.
—Sí. Entre y cierre.
El ama de llaves pasó, cerró tras de sí y se dirigió muy tiesa hasta su escritorio.
—¿Se puede saber por qué no me dijo que mi madre había llamado para decir que venía?
La señora Smith no se me amedrentó.
—Lo hice únicamente por su bien, señorito Ben.
—¿Por mi bien? —repitió él anonadado.
—Ese bebé es su nieto; su madre tenía derecho a saber que va a ser abuela. Además salta a la vista lo feliz que es usted cuando está con Tess, aunque sea demasiado cabezota como para reconocerlo.
—Lo que yo sienta por Tess no tiene nada que ver con lo que estamos hablando —replicó él frotándose los ojos con las manos—. Ahora tendré que encontrar alguna manera de decirle a mi madre que no va a formar parte de la vida de ese bebé.
—No veo que haya ninguna razón por la que sus padres no puedan ejercer su papel de abuelos del niño.
—Ya lo creo que la hay —le espetó él acalorado—. ¿Cómo podrían explicarle cuando creciera que puede tener trato con ellos, que son sus abuelos, pero no con su padre?
—Y si piensa que no ha hecho nada malo y que sus acciones son perfectamente justificables… ¿qué más le da lo que pueda pensar el niño cuando crezca?
Ben odiaba cuando le hacía eso, cuando lo acorralaba por medio de la lógica. La señora Smith tenía una especial habilidad para hacerlo dudar, aun cuando estaba convencido de estar haciendo lo correcto.
—Además, quizá debería haber pensado eso antes —añadió el ama de llaves.
—¿Antes de qué?, ¿antes de dejar embarazada a Tess por accidente? A pesar de lo que crea no me resultó fácil tomar esta decisión.
—Y como yo le he dicho sólo quiero lo que es mejor para usted, señorito Ben —insistió ella—. Necesita a esa joven y a ese bebé casi tanto como ellos lo necesitan a usted.
Ben sacudió la cabeza.
—No puedo volver a pasar por eso. Si les ocurriera algo…
—No tiene elección; ya está hecho. Esa chica va a tener un hijo suyo y eso no puede cambiarlo.
Ben ya no estaba escuchándola. Se puso de pie y le dijo:
—Voy a hablar con mi madre. Debo hallar el modo de arreglar este desaguisado y de meterla en un avión de regreso a Europa.
La señora Smith suspiró y sacudió la cabeza.
—No puede pasarse la vida huyendo, señorito Ben.

Capítulo Doce
—Deberías habérmelo dicho —le reprochó a Ben su madre después de que se pasara veinte humillantes minutos explicándole la situación.
Por si no había sido ya bastante embarazoso tener que decirle que lo suyo con Tess había sido sólo un romance de una noche, cuando ella había empezado a sermonearlo sobre el empleo de métodos anticonceptivos, había tenido que explicarle que alguno de los preservativos que habían usado debía haberse roto.
—¿Por qué será que tengo la impresión de que ni siquiera pensabas contármelo? —dijo su madre.
—La verdad es que si la prensa no se hubiese enterado probablemente no lo habría hecho —admitió él.
Su respuesta pareció decepcionar a su madre, y Ben se sintió mal por ello, pero también él se había llevado muchas decepciones con su padre y con ella durante su infancia.
—Yo no eduqué para que te comportaras así —dijo su madre sacudiendo tristemente la cabeza.
—¿Que tú me educaste? ¿Estás de broma? —no pudo evitar saltar él—. ¡Pero si fue la señora Smith quien me crió! Tú estabas demasiado ocupada con tu vida de estrella como para preocuparte de mí.
No había pretendido ser cruel, pero las palabras habían escapado de sus labios antes de que pudiera detenerlas. Se había guardado aquello dentro demasiado tiempo y finalmente había explotado. En otras circunstancias habría sido capaz de frenar su lengua, pero la presión bajo la que se hallaba por el acoso de los medios y por la situación en sí había podido con él.
Su madre alzó la barbilla.
—En ese caso no cometas el mismo error que yo cometí: no dejes que ese bebé crezca sin un padre.
Su respuesta hirió a Ben, sobre todo que su madre no se molestara en negar su acusación ni en disculparse.
—Yo me ocuparé de que nunca le falte de nada.
—¿Y crees que bastará con eso? Es obvio que a ti no te bastó.
Eso había sido un golpe bajo. Además aquello era completamente distinto.
—¿Qué pasará cuando se haga mayor y se pregunte por qué no tiene un padre?
También Ben había pensado en eso, y detestaba la idea de hacer sufrir al pequeño, pero su decisión ya estaba tomada.
—Creo que deberías volver a casa, mamá.
—No voy a marcharme, Ben. Puede que fuera una mala madre, pero te aseguro que voy a ser la mejor de las abuelas.
—¿Y qué hay de papá?
—¿Qué pasa con él?
—Pues… no sé, ¿no le importa que estés fuera tres meses?
—A decir verdad no.
Ben la miró con incredulidad. ¿Estaban hablando de la misma persona? Su padre tenía un ego del tamaño de una casa y necesitaba sentirse siempre el centro de atención. Su madre tenía que estar constantemente pendiente de él.
—No quería preocuparte, pero creo que deberías saber que es probable que tu padre y yo nos divorciemos.
Lo había dicho tan calmadamente que Ben tardó un instante en reaccionar.
—¡¿Divorciaros?! —exclamó—. ¿Por qué?, ¿qué ha pasado?
—Va a reemplazarme por una mujer más joven; una modelo. En realidad es una cría: se lleva treinta y ocho años con él. La pobre no sabe dónde se mete.
Ben no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. No era un ingenuo; había oído rumores de que su padre había tenido romances con algunas de sus compañeras de rodaje, pero sus padres llevaban juntos casi treinta y cinco años. ¿Cómo podía hacerle eso su padre a su madre? ¿Y cómo podía ser que a ella aquello pareciese no afectarla en absoluto? Si hubiese sido otra persona quien le hubiese dicho que iban a divorciarse habría imaginado que su madre debía de estar destrozada.
—¿Y cuándo te lo dijo?
—Unas semanas después de Navidad.
—¡Pero de eso hace meses! ¿Cómo es que no me has dicho nada en todo este tiempo?
—Bueno, no me pareció que fuese algo que debiese contarte por teléfono, sino en persona.
Ben recordó entonces cuántas veces lo había estado llamando su madre para decirle que quería ir a verlo y se sintió como una sabandija. Durante todo ese tiempo ella había necesitado a alguien con quien hablar y él no había hecho más que evitarla.
—Lo siento.
Su madre le dio un par de palmaditas en el hombro.
—En fin, ¿qué le vamos a hacer? —murmuró—. El caso es que como imaginarás tu padre no me necesita, así que no tengo ninguna prisa por volver. De hecho es posible que no vuelva, sino que me quede aquí contigo. Al fin y al cabo esta casa es enorme.
Debía de estar de broma. Durante sus treinta y dos años de vida prácticamente había ignorado su existencia por completo… ¿y de pronto quería irse a vivir con él? Y si lo hacía, ¿qué se suponía que iba a hacer él? ¿Decirle que se marchara?, ¿que no quería tenerla allí con él? Por resentido que se sintiese hacia ella por cómo se había desentendido de él durante su infancia, no quería herir sus sentimientos. Sobre todo después de lo que su padre le había hecho. Aquello era una locura.
—Y ahora largo —le dijo su madre con una sonrisa—. Tengo que deshacer las maletas y arreglarme un poco el maquillaje.
Mientras su madre lo empujaba al pasillo Ben no pudo hacer otra cosa más que sonreír y fingir que todo estaba bien… cuando tenía la sensación de que su vida nunca volvería a la normalidad.
Mientras paseaba por los jardines, Tess intentaba convencerse de que había salido de la casa simplemente para disfrutar del buen tiempo que hacía… aunque eso implicara el riesgo de ser fotografiada por el teleobjetivo de algún paparazzi escondido en los alrededores. La verdad, sin embargo, era que lo había hecho porque temía que la madre de Ben la abordara y le pidiera que le contara su versión de los hechos.
—¡Tess!
Oh—oh… Hablando del rey de Roma…Tess se volvió y vio a la señora Adams acercándose a ella por el caminito de tierra.
—La señora Smith me dijo que probablemente te encontraría aquí fuera —le dijo la madre de Ben cuando llegó a su lado.
Tendría que acordarse de agradecérselo, pensó Tess… metiéndole por ejemplo una serpiente en la cama.
—No te importa que te llame Tess, ¿verdad?
—No, claro que no —respondió la joven.
—Qué calor hace al sol, ¿verdad? —dijo la señora Adams abanicándose el rostro con una mano.
—Sí, un poco —asintió Tess, que dudaba que la madre de Ben hubiese ido a buscarla sólo para charlar del tiempo.
«Tú sonríe y asiente a todo», se dijo mentalmente.
La señora Adams comenzó a caminar y Tess la siguió.
—Durante el embarazo de Benji tuve siempre unos sofocos terribles —le comentó la mujer—. Y náuseas. Dios, las náuseas me duraron hasta el mismo día en que nació. Por eso no tuve más hijos; me pareció que con uno ya había cumplido —le confesó a Tess con una sonrisa—. Claro que probablemente el haber sido hijo único es lo que hizo que Benji soñara con casarse y formar una familia. Su padre y yo no pasábamos mucho tiempo en casa y se sentía solo.
Ben había querido formar una familia, pero con la que había sido su esposa, se dijo Tess apesadumbrada. Ella había llegado tarde. Debería ser racional, poner los pies en la tierra, pero no podía evitar sentirse decepcionada de que nada hubiese cambiado en el tiempo que llevaba allí con él. Después de todo seguía queriendo el cuento de hadas, el «fueron felices y comieron perdices».
—Sé que a veces es algo difícil y cabezota, pero espero que no lo tengas en cuenta, Tess. En el fondo es muy bueno.
—Lo sé —respondió Tess.
Quizá estuviera equivocada, pero algo le decía que a aquella mujer le gustaría que las cosas funcionasen entre su hijo y ella.
—Todavía no ha superado del todo lo de Jeanette —continuó hablando la señora Adams—. Pero… ¿sabes?, creo que tenerte aquí le está haciendo mucho bien.
Tess tragó saliva.
—¿Ha… ha hablado con él?
—Oh, sí. Me ha explicado la situación y… bueno, él está convencido de que está haciendo lo correcto.
—¿Y usted no cree que sea lo correcto?
La madre de Ben se echó a reír.
—¡Por el amor de Dios, claro que no! —exclamó—. Me parece que se está comportando como un idiota. Esa criatura que llevas en tu vientre es mi nieto y es su hijo; eso te convierte en una más de la familia.
Los ojos de Tess se humedecieron. Nunca había esperado que la madre de Ben quisiera que formara parte de su familia.
—Yo creía… en fin, después de las cosas que ha debido de leer sobre mí en los periódicos…
La señora Adams la tomó por los hombros.
—Querida, llevo mucho tiempo en el mundo del espectáculo; el suficiente como para saber que el noventa y nueve por ciento de lo que publica la prensa del corazón son mentiras, y que el uno por ciento restante suelen ser sólo verdades a medias —dejó escapar un suspiro y puso una mano en el vientre de Tess—. Creo que aunque viviera doscientos años seguiría sin comprender a los hombres y el ego desmedido que tienen. Mi hijo me dice que no puedo ser parte de la vida de mi nieto y cree que voy a quedarme callada y hacerle caso. Es igual que su padre en ese respecto —se quedó callada un instante—. Mi marido me ha dejado, ¿sabes?, por una modelo de veinte años.
Dios, pobre mujer. ¿Pero por qué estaba contándole aquello a ella?
—Lo siento muchísimo —murmuró. No sabía qué más podía decir.
—Es igual; estoy mejor sin él —respondió valientemente la señora Adams.
Sin embargo, apenas hubo pronunciado esas palabras sus labios temblaron. Oh—oh… ¿No iría a…?
La madre de Ben inspiró temblorosa y se obligó a esbozar una sonrisa.
—¿Se encuentra bien? —inquirió Tess.
—Sí. Estoy bien —contestó la mujer—. Estoy bien —repitió antes de taparse el rostro con las manos y echarse a llorar.
Durante un instante Tess se quedó demasiado aturdida como para reaccionar. ¿Qué había sido de la superestrella, de la mujer llena de glamour y segura de sí misma que le había parecido la madre de Ben al conocerla?
No sabía qué podría decir para consolarla, así que hizo lo único que podía hacer: atraerla hacia sí y abrazarla.
—Perdona —se disculpó la madre de Ben antes de prorrumpir en nuevos sollozos.
—No pasa nada —le dijo Tess frotándole la espalda.
La condujo hasta un banco, se sentó allí con ella y le dio un pañuelo limpio que tenía en el bolsillo.
—No es que me pillara por sorpresa —murmuró la señora Adams secándose las lágrimas con un pico del pañuelo—. Sabía que había tenido algún que otro romance, pero lo quería tanto que me hacía la tonta… aunque se me partiera el corazón cuando llegaba a casa oliendo al perfume de otra mujer. Me decía que lo importante era que siempre volvía a casa, que al final del día seguía siendo mío.
—Lo siento mucho, de verdad —le dijo Tess apretándole el hombro suavemente.
Tess no podía imaginar que se pudiera querer tanto a alguien como para tolerar la infidelidad. Además la madre de Ben era una mujer guapa y con talento. ¿Por qué habría aguantado eso cuando debía de haber docenas de hombres que darían lo que fuera por estar con ella?
Porque era humana, se respondió a sí misma, una mujer como las demás a pesar de la fachada de estrella, una mujer que en ese momento se sentía sola y desgraciada y necesitaba un hombro en el que llorar.
—Y para colmo de males estoy pasando la menopausia —añadió mientras nuevas lágrimas rodaban por sus mejillas—. Quien te diga que no es tan malo miente como un bellaco. Te hace sentir tan vieja…
—Pues yo no la veo vieja en absoluto —replicó Tess—. Sigue siendo una mujer hermosa y elegante. Hasta es capaz de llorar sin que se le corra el rímel. Si fuera yo la que estuviera llorando ya tendría toda la cara manchada.
La madre de Ben se rió suavemente.
—Es un rímel especial —le explicó—. Ciento veinte dólares el frasco, pero los vale —dejó escapar un suspiro, y puso una mano en la mejilla de Tess. Fue un gesto tan tierno, tan maternal, que la joven se sintió conmovida—. Qué piel tan tersa. Yo solía tenerla así también.
Ahora no me atrevo a salir a la calle sin pintarme. Me veo horrible sin maquillaje.
—Tonterías, tiene un cutis perfecto. Y yo no le veo una sola arruga.
—En realidad el mérito es de mi cirujano plástico —le respondió la señora Adams—. Oh, sí, me he hecho unos cuantos arreglos —añadió al ver la expresión de sorpresa de Tess—. No deberíamos querer borrar las huellas del paso del tiempo. Es una forma poco digna de envejecer. Pero ya está bien de hablar de mí; cuéntame cómo llevas el embarazo.
—¿Qué quiere saber?
La madre de Ben sonrió.
—Todo.
Entonces le tocó a Tess ponerse llorosa. Era una bobada, pero aparte de su médico ninguna otra persona le había preguntado por su embarazo y estaba deseando hablar de ello con alguien.
Permanecieron allí sentadas charlando durante más de una hora, como si se conocieran de toda la vida, y aunque no podían proceder de mundos más distintos, Tess tuvo la impresión de que había encontrado en la madre de Ben a una amiga.
Aunque no pudiera tener la seguridad de que él estaría ahí para el bebé y para ella, sabía que la señora Adams nunca le fallaría, y eso la hizo sentirse menos sola.
A Ben le pareció que las cosas empezaron a ponerse muy raras tras la llegada de su madre. O quizá lo que estaba ocurriendo era lo normal… pero para él era raro porque no era lo que había esperado que ocurriese.
Al contrario de lo que se había temido, por el momento su madre y él no habían tenido un solo encontronazo, y Tess y ella se habían vuelto prácticamente inseparables. Las dos salían juntas a dar largos paseos por los jardines, iban de compras a la ciudad, y su madre hasta había acompañado a Tess a su revisión con el ginecólogo en el séptimo y el octavo mes de su embarazo.
Más aún; como su madre tenía pensado quedarse hasta que diera a luz, había apuntado a Tess a unas clases de preparación para el parto dos veces por semana, y la acompañaba sin faltar ni un solo día.
Eran capaces de pasarse horas charlando las dos, y Ben no sólo no podía imaginar qué podían tener en común, sino que le maravillaba que nunca se les agotasen los temas de conversación.
Su madre incluso había logrado que los medios de comunicación los dejasen tranquilos. Un día unos reporteros las habían acorralado a Tess y a ella en un centro comercial y tras plantarle los micrófonos y las cámaras delante le habían preguntado: «¿Cómo se siente ahora que va a ser abuela?».
Su madre había entrelazado su brazo con el de Tess, y con una sonrisa radiante y sincera había contestado: «Mi marido y yo estamos encantados, y nos sentimos muy felices por nuestro hijo y por Tess. Y ahora si nos disculpan tenemos aún muchas compras por hacer».
Siempre había tenido una gran facilidad para ganarse a los medios.
En un principio Ben se había sentido algo aturdido por el modo en que había llegado y lo había revolucionado todo, pero en el fondo le gustaba tenerla allí, y estaba disfrutando con el hecho de estar experimentando por primera vez lo que era tener una verdadera vida en familia.
Claro que aquello no duraría para siempre. Tres semanas después, cuando el bebé naciese, todo cambiaría, y tenía la sensación de que él se quedaría solo mientras que Tess le «robaría» a su madre.
Incluso la señora Smith había estado inusualmente amable con ella últimamente.
Tal vez debería sentirse irritado por las circunstancias, o incluso dolido de que su madre y el ama de llaves prefiriesen a Tess, pero se veía a la joven tan feliz…
Una noche, después de hacer el amor, le había dicho que era la primera vez en su vida que se sentía querida. Incluso le había dado las gracias por compartir a su madre con ella.
Y entonces… entonces había empezado a preguntarse una vez más si no habría quizá un modo de hacer que aquello funcionase, si…
De pronto la puerta de su despacho se abrió con brusquedad, y tras ella apareció su madre, blanca como una sábana.
—¡Tess se ha caído!
El corazón le dio un vuelco a Ben, que se levantó de la silla como un resorte y la siguió fuera. Al llegar al rellano de las escaleras en el piso de abajo vio a Tess sentada en el suelo de mármol con ambas manos cerradas en torno a su tobillo izquierdo y el rostro contraído de dolor. La señora Smith estaba acuclillada a su lado, visiblemente preocupada.
No había sangre; Tess no estaba inconsciente; parecía que no se había roto nada. Estaba bien.
Respiró aliviado, y con el corazón latiéndole aún como un loco se arrodilló junto a ella.
—¿Qué ha ocurrido?
—Ha sido el tobillo que me operaron —respondió ella—. Se me torció cuando estaba bajando las escaleras.
—Tienes que tener más cuidado —la reprendió él.
No había sido su intención hacerlo, ni enfadarse con ella cuando lo que necesitaba Tess era que la reconfortasen, pero las palabras habían abandonado sus labios antes de que pudiera retenerlas.
Su madre y la señora Smith lo miraron como si fuera un ogro.
—No ha sido culpa mía —protestó Tess, más dolida que enfadada—. Supongo que ha sido por mi peso y porque lo tengo hinchado por la retención de líquidos.
—¿Puede caminar? —le preguntó la señora Smith.
—Creo que s… —comenzó a decir Tess, pero antes siquiera de que intentara levantarse se inclinó hacia delante y se llevó las manos al vientre con un gemido de dolor.
Ben sintió una punzada en el pecho.
—¿Qué pasa?
—El vientre… —murmuró ella—. ¿También vas a echarme la culpa de que me duela?
La madre de Ben cruzó con éste una mirada preocupada.
Al cabo de unos instantes Tess se irguió con el entrecejo ligeramente fruncido.
—Qué raro… Se me ha pasado.
—¿Te sientes mejor? —inquirió la señora Adams.
Tess asintió.
—Parece que sí.
—Espera, te ayudaremos a levantarte —le dijo la madre de Ben.
Miró a su hijo en un gesto mudo para que la ayudara, pero Ben se sentía como si se hubiese convertido en piedra y no pudiese moverse.
Todo aquello era culpa suya. No debería haber dejado que subiera y bajara las escaleras. Debería haberle insistido en que usara el ascensor. Si perdiera al bebé no se lo perdonaría.
No, no iba a perderlo, se dijo intentando tranquilizarse. Tess estaba bien; su reacción estaba siendo desproporcionada.
Su madre y la señora Smith ayudaron a Tess a ponerse en pie, y Ben vio a la joven hacer una muesca de dolor cuando apoyó el peso en el tobillo.
—¿Puede andar? —le preguntó la señora Smith.
—Creo que sí —respondió Tess.
Sin embargo, apenas había intentado dar un paso cuando volvió a inclinarse hacia delante agarrándose el vientre con ambas manos.
—¡Ay!, ¡me duele!
No podía haberse puesto de parto; era demasiado pronto, se dijo Ben angustiado. Todavía faltaban tres semanas para que saliese de cuentas.
—Quizá deberíamos llevarte a que te viera el médico —dijo Ben.
Habría querido que su madre y la señora Smith le dijeran que no se preocupara, que Tess estaba bien, que aquel dolor no era nada anormal, pero ambas permanecieron en silencio con expresión preocupada y Tess alzó el rostro hacia él, visiblemente asustada, y le respondió:
—Sí, no sería mala idea.

Capítulo Trece
Tess estaba tumbada en la cama con la televisión puesta, pero por mucho que cambiaba de canal no encontraba nada que ver. Estaba aburridísima.
Después de la caída el médico le había dicho que tenía que hacer reposo. Únicamente se había torcido el tobillo, pero le había dicho que tenía la tensión un poco alta y que era aconsejable que descansase durante el tiempo que le quedaba hasta salir de cuentas.
De eso hacía ya dos semanas y estaba a punto de volverse loca.
La madre de Ben pasaba con ella bastante rato, y algunas tardes la señora Smith se unía a ellas y jugaban las tres a las cartas o veían alguna película. Otras veces simplemente charlaban, y a la madre de Ben parecía que no se le acabasen nunca las anécdotas. Siempre conseguía hacerla sonreír.
Ben, en cambio… Tess había sabido que la caída supondría un antes y un después en su relación, que o bien se sentiría tan aliviado al enterarse de que el bebé y ella estaban bien que se daría cuenta de lo tonto que había sido y vivirían felices por siempre jamás, o bien se asustaría hasta el punto de evitarla por completo.
Por desgracia era lo segundo lo que había ocurrido.
Ben no había subido a verla ni una sola vez en esas dos semanas. Ni siquiera había entrado con ella a la consulta el día que la había llevado al hospital. Era como si para él hubiera dejado de existir.
Tess había tratado de no hacerse ilusiones con respecto a él, pero las cosas habían ido tan bien hasta ese momento que no había podido evitarlo. Se había dicho una infinidad de veces que no debería esperar de él más de lo que estuviese dispuesto a dar, pero sólo en esos momentos se daba cuenta de hasta qué punto había estado engañándose a sí misma. La verdad era que lo quería todo.
Debería sentirse dolida y rechazada, pero únicamente estaba aturdida por su comportamiento… aparte de sentirse como una tonta por haberse enamorado de él.
Al menos tenía a la madre de Ben para hacerle compañía. En ese tiempo se había convertido en algo parecido a una madre para Tess, en la madre que Tess habría querido que su madre hubiese sido.
En ese momento llamaron suavemente a la puerta, ésta se entreabrió un poco, y por el hueco asomó la cabeza de la señora Adams.
—¿Estás despierta?
—Sí, estoy despierta —contestó Tess antes de apagar el televisor con el mando a distancia.
Ojalá pudiese dormir más. Había veces en que se decía que le gustaría quedarse dormida y no despertarse hasta el momento en que fuese a nacer el bebé.
—… despierta y a punto de morir de aburrimiento —añadió.
—Te traigo el almuerzo —le dijo la madre de Ben, acercándose con una bandeja.
—La verdad es que no tengo mucha hambre —murmuró Tess.
En los últimos días parecía haber perdido el apetito y se sentía cansada todo el tiempo, pero no solía dormir más de dos horas seguidas. Era probable que tuviese un poco de depresión.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó la señora Adams después de dejar la bandeja sobre la mesita de noche.
Tess se encogió de hombros.
—La espalda sigue molestándome, pero aparte de eso supongo que podría decirse que estoy bien.
—Hay algo de lo que quería hablarte —le dijo la mujer sentándose en el borde de la cama—. Mi marido llamó anoche.
—¿De veras? —exclamó Tess incorporándose curiosa—. ¿Y qué le dijo?
—Me dijo que se daba cuenta de que había cometido un error terrible y que quiere que vuelva a casa. Al parecer su romance con esa modelo no duró ni dos semanas, pero le daba demasiada vergüenza llamarme. Dice que se siente fatal y que me echa mucho de menos.
Tess se quedó callada un momento.
—¿Y usted lo cree?
—Bueno, parecía sincero. O quizá sea que yo quiero creer que lo estaba siendo —murmuró la mujer—. Le dije que antes de considerar siquiera la posibilidad de reconciliarnos tendrían que cambiar muchas cosas… como sus infidelidades, para empezar. No me merezco que me trate como me ha tratado hasta ahora.
—Bien dicho.
Tenía razón; se merecía algo mejor, igual que ella se merecía algo mejor que lo que Ben tenía que ofrecer. El único problema era que no creía posible encontrar a nadie mejor para ella, o al menos a nadie a quien pudiese amar tanto como amaba a Ben.
Quizá viese las cosas de un modo distinto cuando el bebé naciese y retomase su vida, se dijo.
—Me ha dicho que ha reservado una habitación en un hotel en Acapulco, para que podamos pasar un tiempo a solas y hablar las cosas —añadió la señora Adams—. De hecho quiere que salga mañana para reunirme allí con él.
—¿Y va a ir?
—Le dije que lo pensaría y que lo llamaría hoy. Parecía arrepentido de verdad, pero me siento fatal ante la idea de dejarte sola. Sé que me necesitas a tu lado.
Tess no quería que se fuera, pero su matrimonio y su felicidad estaban en juego. Eso era mucho más importante.
—Creo que debería ir —le dijo obligándose a sonreír—. Y no se preocupe por mí; estaré bien.
—Bueno, aun en el caso de que me decidiera a ir volvería unos días antes de que salieras de cuentas. Te prometí que estaría a tu lado cuando te llegase el momento de dar a luz y lo estaré.
Pero… ¿y si ocurría algo y no podía llegar a tiempo?, se preguntó Tess preocupada. La idea de tener que pasar por aquello sola la aterraba, pero no se lo dejó entrever. No podía ser tan egoísta. La madre de Ben necesitaba arreglar las cosas con su marido.
—Lo sé.
La madre de Ben se quedó callada un momento.
—He tratado de hablar con Ben otra vez —le dijo—, pero es un cabezota. No quiere escucharme.
Tess sonrió con tristeza.
—Gracias de todos modos por intentarlo.
—Tal vez cambie de idea con el tiempo; quizá cuando nazca el bebé…
—Prefiero no hacerme ilusiones —le dijo Tess sacudiendo la cabeza—. Si lo creyese y luego no fuese así…
No pudo terminar la frase; se le había hecho un nudo en la garganta.
La madre de Ben la abrazó.
—Es que no lo comprendo, ¿sabes? Estoy segura de que te quiere.
Eso era lo peor. También estaba segura de que Ben sentía por ella lo mismo que ella sentía por él, pero según parecía a veces el amor no era suficiente.
Ben tenía la vista fija en la pantalla del ordenador, en el juego de cartas al que ni siquiera estaba jugando. No podía dormir… igual que la noche anterior. De hecho llevaba ya varias noches sin dormir bien. Exactamente desde el día en que Tess se había caído, dos semanas atrás.
Sabía lo mal que debía de estar sintiéndose por el modo en que estaba evitándola, pero a pesar de que había intentado ir a su habitación a verla un millón de veces en ninguna de esas ocasiones había sido capaz siquiera de llegar hasta la puerta.
—¿Ben?
Al oír la voz de Tess alzó la vista y la vio allí de pie, en el umbral de la puerta abierta de su despacho. El médico le había dicho que tenía que hacer reposo; ¿qué hacía levantada cuando era más de medianoche?
—¿Qué estás haciendo aquí abajo? —le preguntó con una brusquedad que no había pretendido.
En realidad lo que quería hacer en ese momento era levantarse e ir a abrazarla, pero eso no habría sido justo para ella.
—¿Te importaría pedirme un taxi? —le preguntó ella con voz queda.
—¿Para qué?
—Necesito ir al hospital —le respondió Tess acercándose al escritorio. Sólo entonces se dio cuenta Ben de lo pálida que estaba y de que tenía la frente perlada de sudor.
—¿Qué te ocurre? —inquirió poniéndose de pie.
—No me ocurre nada. Me he puesto de parto.
—Eso es imposible, aún te queda una semana para salir de cuentas.
—Lo sé, pero parece que el bebé ha decidido que quiere nacer ya.
—¿Estás segura?
—Segurísima.
Ben se quedó allí sentado, incapaz de reaccionar. Era como si sus pies se negaran a moverse. Desde el día en que Tess se había ido a vivir allí con él había sabido que aquel día llegaría, pero… ¿por qué tenía que haber sido tan pronto? No se sentía preparado para aquello.
Sin embargo tampoco podía quedarse allí plantado como un idiota.
—A menos que quieras ayudarme tú en el parto deberías llamar ya para pedir ese taxi —le dijo Tess agarrándose el vientre con ambas manos.
—¿Cada cuánto te vienen las contracciones?
—Cada tres o cuatro minutos.
—¡¿Cada tres o cuatro minutos?! —repitió él abriendo los ojos como platos—. ¿Y cuándo has empezado a notártelas?
—Creo que desde esta mañana.
—¡¿Desde esta mañana?! —exclamó Ben—. ¿Y cómo no me has dicho nada?
—Porque me dolía la espalda pero llevo con molestias desde hace semanas y hasta hace unos diez minutos, cuando he roto aguas, no me he dado cuenta de que estaba de parto.
A Ben el estómago le dio un vuelco.
—¡¿También has roto aguas?!
—¿Te importaría dejar de gritarme? —le dijo Tess irritada.
En ese momento le sobrevino una contracción tan fuerte que tuvo que agarrarse al borde de la mesa.
Apretó los dientes e intentó respirar profundamente, pero el dolor seguía yendo en aumento y no creía que pudiese aguantarlo mucho más. Las lágrimas se le saltaban de los ojos. Le habían dicho que dolía, pero nunca hubiera pensado que fuese tan espantoso.
Al cabo de un rato por fin el dolor remitió un poco. Dios, ya podía ir olvidándose aquel niño de tener un hermanito.
Cuando alzó la vista vio que Ben seguía allí de pie, petrificado, y en otra situación aquello le habría parecido gracioso, pero en ese momento quería estrangularlo.
—Ben, ¿vas a llamar o no?
—Me… me parece que no tenemos tiempo para esperar a que venga un taxi. ¿Dónde está tu maleta?
—Junto a las escaleras.
—Bien, iremos… iremos en mi coche —farfulló Ben pasándose una mano temblorosa por el cabello.
Tess comprendió lo nervioso que debía de estar.
—Lo siento —le dijo cuando se dirigían al garaje.
—¿El qué?
—Que tengas que estar pasando por esto.
Ben no contestó, pero Tess sabía que para él aquello estaba siendo una auténtica tortura.
Justo se había sentado en el coche cuando le sobrevino otra contracción. Cada vez se producían más seguidas, y Tess estaba empezando a sentir una presión muy fuerte, como si la cabeza del bebé estuviese intentando salir.
—Deprisa, Ben —lo instó cuando se sentó tras el volante.
Ben puso el coche en marcha y momentos después avanzaban a toda velocidad por la carretera.
Tess quería llorar. No era así como había imaginado que pasaría; se suponía que debería haber tenido más tiempo, que la madre de Ben debería estar allí con ella. Y lo peor era que estaba tan asustada que no se acordaba de nada de lo que había aprendido en las clases preparto.
¿Y si algo saliese mal?, ¿y si le pasase algo al bebé?
—No puedo hacer esto —gimió—. He cambiado de idea; no quiero tenerlo.
—Me temo que ya es un poco tarde para eso —murmuró Ben.
—Tengo miedo.
Ben le tomó la mano y se la apretó.
—Todo va a salir bien, ya lo verás.
El trayecto hasta el hospital fue un auténtico calvario para Tess. Con cada bache en la carretera, y cada curva que tomaban, el dolor parecía aumentar, y el único consuelo con que contaba era la mano de Ben sujetando la suya.
Iba conduciendo muy rápido, con una sola mano en el volante, y estaba segura de que se habían saltado dos o tres semáforos en rojo, pero gracias a Dios no había nadie por las calles porque era medianoche.
Cuando llegaron a la entrada de Urgencias del hospital un enfermero les llevó una silla de ruedas, y apenas se hubo acomodado Tess volvió a sentir otra contracción. Cuando pensaba que ya no podría dolerle más era mucho peor.
Por fortuna el dolor remitió un poco cuando entraron en el ascensor. Alguien le tomó la mano, y al alzar la vista vio que se trataba de Ben.
—¿Vas a entrar conmigo al paritorio? —le preguntó.
—Voy a entrar contigo.
No iba a dejarla. Estaba aterrado, pero la amaba demasiado como para dejarla sola. Aquélla era probablemente una de las cosas más difíciles que había tenido que hacer en toda su vida, pero se lo debía.
Cuando sintió a Tess apretarle la mano con fuerza supo que estaba teniendo otra contracción. Le acarició el cabello, le susurró que todo iba a salir bien, y le dijo que intentase concentrarse en inspirar y expirar.
Tenía la sensación de que si llegaban pronto al paritorio Tess daría a luz en el ascensor. ¿Cuánto se tardaba en subir cuatro condenadas plantas, por amor de Dios?
Finalmente llegaron a su destino, y en cuanto salieron al pasillo se les acercaron un par de enfermeras que empezaron a hacerle preguntas.
En medio de la frenética actividad Ben no pudo hacer otra cosa más que mantenerse al lado de Tess, intentando calmarla.
—Quiero que me den algo para el dolor; lo que sea —le dijo Tess a la enfermera que estaba tomándole la tensión—. Diles que me den algo —le rogó a Ben, volviendo la cabeza hacia él.
Ben miró a la doctora, pero ésta negó con la cabeza.
—Me temo que ya no hay tiempo. Ha dilatado por completo y el bebé ya está bajando. En cuanto estés preparada empieza a empujar, Tess.
Ben la ayudó a incorporarse un poco y fue contando los segundos en voz alta, sintiendo por primera vez que estaba siendo de alguna ayuda.
A juzgar por la fuerza de las contracciones que había tenido, Ben había esperado que el bebé prácticamente saliese solo, pero aquello parecía ir muy lento. Le secaba el sudor a Tess de la frente y le daba hielo machacado cada vez que hacía un descanso, maravillado de cómo estaba esforzándose por mantener la calma.
—Ya está saliendo —dijo la doctora al cabo de un rato.
Sin ser consciente siquiera de lo que estaba haciendo, Ben se asomó y vio la cabeza del bebé, cubierta por una mata de pelo negro.
—Oh, Dios, Tess, es verdad; está saliendo.
—Un empujón más, Tess —le dijo la doctora.
—No puedo —jadeó ella—. Estoy cansada…
—Tess, mírame —le dijo Ben tomándola por la barbilla para girarle el rostro—. Puedes hacerlo. Vamos, tú puedes. Un empujón más y se habrá acabado.
Tess inspiró profundamente, cerró los ojos para concentrarse, empujó con todas sus fuerzas, y el bebé se deslizó fuera de ella.
—Es una niña —le dijo la doctora momentos después acercándosela y colocándosela sobre el estómago— Una niña, una hija… Tess y él tenían una hija, se dijo Ben sin poder creerlo todavía.
Era pequeña, y sonrosada, y a juzgar por cómo estaba llorando tenía buenos pulmones. Era la cosa más bonita que había visto en su vida.
Tess alargó la mano para tocarla: los bracitos, las piernecitas, la carita…
—Mírala, Ben, ¿verdad que es perfecta?
Al oír su voz el bebé dejó de llorar, y alzó la cabeza para mirarlos con ojos curiosos.
Ben se enamoró de ella al instante, y se sintió ridículo por haber pensado siquiera que sería capaz de no quererla. De pronto los ojos se le habían llenado de lágrimas de alegría y no podía hacer nada por contenerlas.
—Perdóname, Tess. He sido un idiota todo este tiempo.
Ella extendió la mano y le secó las lágrimas de las mejillas.
—Te quiero —le dijo Ben.
—Yo también te quiero.
Una de las enfermeras se llevó a la niña para pesarla y medirla, y a Tess se le hicieron eternos los minutos que pasaron hasta que por fin se la devolvieron, envuelta en una mantita rosa.
Su bebé… pensó embelesada mirándola. Iba a ser una niña muy feliz, se dijo, con un papá y una mamá que la adorarían, y con unos abuelos además. Una familia de verdad.
Ben se sentó junto a ella en la cama de la habitación a la que la habían llevado, y miró con amor a la pequeña.
Tess se la puso en los brazos, y empezó a imaginar lo maravilloso que sería verla crecer.
—Es igualita a ti —le dijo Ben jugando con los deditos de la niña.
—Tu madre se sentirá muy decepcionada cuando sepa que se lo ha perdido —murmuró Tess.
Ben se encogió de hombros.
—Ya estará cuando nazca el siguiente.
Tess lo miró sorprendida.
—Sé que no me merezco otra oportunidad —le dijo Ben muy serio—, pero si me dejas te prometo que te compensaré por lo idiota que he sido durante todos estos meses.
Tess sonrió.
—Ya lo has hecho.
Parecía que los cuentos de hadas a veces se hacían realidad, pensó. Únicamente había que tener un poco de fe. El castillo encantado de su historia no era ya un lugar oscuro, sino lleno de luz; pronto resonarían en cada rincón las risas de ellos dos y de su niña; y el príncipe había sido liberado de la maldición que sufría gracias al amor de una doncella… la que tenía dormida en sus brazos en ese momento.




Fin.

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